Comentario al Domingo XXVII del Tiempo Ordinario
Hay pasajes del Evangelio de una actualidad indiscutible: entre otros, el principio del capítulo 10 de san Marcos. Los fariseos preguntan a Jesús: “Le es lícito a un hombre divorciarse”, lo cual puede preguntarse igualmente de la mujer. En ambos casos la respuesta afecta a su vida entera; no es cuestión de detalle, sino de principios.
La respuesta es importante plantearla bien, para ser también bien entendida. Jesucristo y la Iglesia no ponen sus mandamientos por capricho (alguno diría que “para fastidiar”); sino que conocen muy bien cómo es la persona humana, sus grandes cualidades y sus no menores defectos; lo que le resulta constructivo y lo que es destructivo, aunque sea más apetecible.
Por eso Jesús, tras preguntar a aquellos fariseos por lo que dice la Ley de Moisés, les explica que el divorcio siempre ha sido, y es, un mal, aunque parezca lo contrario. Y es lógico: nadie osará decir que el divorcio se produce cuando todo va bien; surge cuando todo va mal en un matrimonio. Lo bueno y lo deseable es que la armonía matrimonial dure toda la vida.
Esto es lo que explica Jesús recurriendo a Adán y Eva. Cuando Dios los creó, dijo que “se unirá el hombre a su mujer y serán los dos una sola carne”. Y añade Jesús: “Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”. Y esto es lo que la Iglesia repite y enseña a los que se van a casar.
Pero quizá podría plantearse que, aunque sea un mal, el divorcio puede ser un mal menor, frente a ciertas situaciones matrimoniales desesperantes y maltrechas. Ante esta aparente solución, conviene señalar que en ningún sitio (una fábrica, una empresa comercial…), un error se arregla con otro error. Las soluciones mentirosas solo sirven para alargar el problema sin solucionarlo.
¡Cuántas veces un divorciado o divorciada se ha vuelto a “casar por lo civil” y al poco tiempo estaba de nuevo en las mismas! Y es porque el problema está dentro de él o ella: su carácter o su egoísmo hacen incompatible la convivencia con quien sea. Si se acomete la verdadera solución (dominar el propio carácter y aprender la generosidad), con toda probabilidad el primer matrimonio habría funcionado bien. Sabiendo, por supuesto, que la culpa siempre está repartida, y son ambos los que deben cambiar.
La verdadera solución, especialmente entre católicos, es recordar que el Sacramento del Matrimonio les provee de las gracias sobrenaturales necesarias para amar a su cónyuge tal como es y propiciar el personal cambio de modo de ser, necesario para mantener vivo el amor entre ellos. Dios no dejará sin su ayuda a quienes se han unido y se esfuerzan por ser fieles a lo que Dios estableció desde la creación del hombre.