Cuando éramos niños, una mente lúcida y un corazón virgen dirigían y potenciaban nuestros sueños. Eran los años en los que íbamos a ser astronautas, bomberos, generales del ejército, o quién sabe qué. Con el paso de los años la vida se fue imponiendo, al tiempo que las ilusiones se fueron difuminando como nubes llevadas por el viento. Podría ocurrir que pasaran rápidamente los años de nuestra vida y no nos atreviéramos a mirar ni hacia atrás ni hacia delante pues nos diese vértigo el vacío que vemos. No podemos permitir que nuestro corazón se anquilose y muera. Tampoco podemos ser de ésos que creemos que lo sabemos todo; pues esa forma de ser, bastante soberbia por cierto, nos cierra la posibilidad de aprender y de maravillarnos ante la verdad y la belleza que siempre están cerca de nosotros; y, en una palabra, de ser feliz.

Les cuento hoy un caso que oí, aunque a decir verdad nunca supe si era realmente cierto; pero, por lo que cuenta, creo que se habrá repetido miles de veces. La historia la situaron en el primer cuarto del siglo XIX.

Érase una vez un famoso pianista novel que vivía en Leipzig. Desde bien pequeño sus padres, amantes de la buena música, lo habían apuntado al conservatorio, ya que habían visto en el niño unas dotes muy especiales para la música, y en particular para el piano. En casa tenían uno de esos pianos de pared, heredados de generación en generación, que, aunque ya estaba algo añoso, todavía podía dar un bello sonido; especialmente, cuando era la abuela la que venía a tocarlo por las fiestas de Navidad.

Con el paso de los años nuestro niño fue creciendo y llegó a ser un pianista de renombre en gran parte de la Europa del este. Su ascenso relativamente fácil por los vericuetos de la música, la interpretación y los conciertos le fueron haciendo un tanto orgulloso e impertinente. Tenía fama de no aceptar un consejo y, mucho menos, una corrección.

Fue precisamente en unas fiestas de la Navidad cuando nuestro amigo pianista, de vuelta de una de sus giras, participó como antiguo alumno del Humboldt Schule, en una gala navideña que el colegio había organizado. Era poco después de las siete de la tarde. Algunos de los alumnos del colegio, bastante nerviosos por cierto, ya habían interpretado antes que él piezas propias de la Navidad, cuando, entre fuertes aplausos, salió nuestro pianista dispuesto a tocar un fragmento del concierto Nº2 en re menor de Mendelssohn.

Acabada la interpretación, el público joven, no muy exigente y un tanto aburrido, agradeció con fuertes aplausos su colaboración. Realmente la interpretación había sido magnífica, aunque, a decir verdad, nuestro pianista no se quedó del todo contento. El ruido que hacían los niños en los asientos y algunos padres hablando al final de la sala le habían distraído, y la cosa no había salido tal como a él le hubiese gustado.

Acabada la gala, recuerdos de antaño inundaron su corazón. Recordó cuando él actuaba en galas similares siendo estudiante allí mismo. En ese momento, nuestro amigo se fue a la iglesia del colegio para dar gracias a Dios. Al entrar en la iglesia, iluminada sólo por algunas velas y la débil luz de algunos altares laterales dedicados a los santos patronos de la escuela, el olor de los bancos de haya y el silencio casi celestial, le trajeron a la memoria los muchos años que allí había pasado cuando niño. Agradeció a Dios, notablemente conmovido, por haberle abierto camino en esta vida.

De pronto, estando en medio del pasillo central de la iglesia, se dio la vuelta y mirando hacia arriba vio los largos tubos del maravilloso órgano donde él de niño comenzó a practicar ayudado por el padre H. von Reinhart, antiguo profesor de música de la escuela. Movido por un impulso irresistible, subió las escaleras de caracol que llevaban hasta el coro donde se encontraba el órgano. Levantó el fieltro que preservaba las teclas del polvo, ajustó la banqueta, estiró los dedos y, después de levantar los ojos al cielo, como buscando inspiración, se dispuso a tocar una sonata de Mendelssohn para órgano (Op. 65). Hacía tiempo que no la tocaba. No había encontrado la partitura, pero la había interpretado en tantas ocasiones que se la sabía de memoria.

En eso que nuestro pianista, transformado ahora en organista, se dio la vuelta porque había oído un ruido en el coro. Un extraño de treinta y pocos años y luenga barba se le acercó y le preguntó si podía tocar él esa misma pieza.

  • Lo siento, pero no tengo la partitura. Yo la he podido tocar porque me la sé de memoria. ¡La he interpretado tantas veces! Además, perdone usted, pero si no tiene permiso de los frailes no debería subir aquí. Lo cierto es que su cara me suena, pero no. ¡No debe tocar este órgano!

Finalmente, después de dos peticiones amables más, el “organista gruñón” se lo permitió, mientras que él pensaba para sus adentros:

  • Si este barbudo supiera quién soy yo, no se atrevería a interpretar esta difícil pieza delante de mí.

El personaje extraño se sentó. A los pocos segundos el santuario se llenó de una hermosa y celestial música. Nuestro pianista nunca había oído nada igual. El sonido fue penetrando en su corazón y un asomo de lágrimas comenzó a brotar de sus ojos. Cuando terminó de tocar el extraño invitado, nuestro pianista le preguntó:

  • ¿Quién es usted?

El hombre contestó:

  • Soy Félix Mendelssohn.

Acabada la interpretación, nuestro amigo, Mendelssohn y un niño, que había acudido a la iglesia atraído por la bella música, salieron a la calle. La noche había caído y el suelo se había cubierto con las primeras nieves, mientras unos villancicos a lo lejos daban la bienvenida al Niño Dios.

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Es bonito recordar de vez en cuando los buenos tiempos pasados. Siempre encontraremos en ellos bellos recuerdos que nos traerán a la memoria nuestra infancia. Una época en la que no habíamos sido todavía atrapados por el quehacer diario ni por las enfermedades o los sinsabores de la vida. En aquellos días, probablemente fuese Dios quien dirigiese nuestras vidas y no nosotros. Con el paso de los años, nos fuimos haciendo más complicados, nuestra personalidad se fue llenando de áreas oscuras que ahora pretendemos olvidar, y un cierto resentimiento con la vida había enfriado y endurecido nuestro corazón.

Por cierto, nuestro pianista por poco impide al creador de la composición que tocase su propia música. Hay veces en que nosotros también tratamos de tocar los acordes de nuestra vida e impedimos a nuestro Creador que haga una música hermosa. Igual que el obstinado organista, quitamos las manos de las teclas con renuencia. Pero nuestras vidas no producirán una música hermosa a menos que le dejemos obrar a través de nosotros. Dios tiene una sinfonía escrita para nuestras vidas. Dejémosle que se haga su voluntad en nosotros.

¡El poder de Dios nunca está limitado por nuestra incapacidad, pero sí por nuestro orgullo!