Comentario al XXIX Domingo del Tiempo Ordinario
Vimos una enseñanza del capítulo 10 del evangelio de san Marcos, pero no es la única. En la página siguiente se narra cómo aquellos dos discípulos (Santiago y Juan) fueron a pedir a Jesús sentarse a su derecha y a su izquierda, cuando llegase el Reino de Dios.
El Señor no se indigna. Simplemente les pregunta si están dispuestos a seguir sus pasos hasta el final. Ellos responden rápidamente que sí, sin ser conscientes del “cáliz” que Jesús tiene que beber: el sacrificio de su vida para la salvación del mundo. Hasta aquí, tendría mucho que meditar este pasaje.
Pero lo que sigue merece la pena que nos detengamos. Los otros diez Apóstoles, al oír la petición, se enfadan, y el Señor aprovecha para exponerles una lección fundamental para su vida. Les hace ver que, en este mundo, los que ostentan el poder fácilmente caen en la tiranía y la opresión de sus súbditos. Pero de ninguna manera habrá de ser así en su Iglesia. Al revés: “El que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos”.
No sabemos la cara que pusieron los Apóstoles al oír esto, pero debió ser de sorpresa, si no de consternación. Por eso, al ver sus rostros y adivinar sus pensamientos, les explicó: “Porque el Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”. Solo les pedía que ellos hicieran otro tanto.
Cuando recibieran -más adelante- al Espíritu Santo, entenderían lo que ahora no comprendían. Y, salvo uno, todos siguieron el ejemplo del Maestro y fueron mártires por Cristo.
Las enseñanzas del Señor no fueron cosa de aquel momento: todos los cristianos, de cualquier tiempo, debemos seguir su ejemplo. El servicio a los demás es como el “abc” de sus enseñanzas: un servicio tan universal como el mensaje de salvación que trajo consigo. Hacia el año 1966, san Josemaría Escrivá dio una charla de formación a un grupo de mujeres. En esencia, les explicó la grandeza que supone el servicio a los demás. Y la hermosura que aporta, a cualquier trabajo, la actitud de servicio que inculcaba Jesucristo.
Su idea era simple: en la sociedad humana, todos servimos -unos a otros- con nuestro trabajo. Un trabajo remunerado, que se ejerce para sostener la familia y la propia vida; pero esto nada obsta para que sea, simultáneamente, un servicio al prójimo y, por lo mismo, un servicio a Dios Padre y Creador de todos. Quien sabe verlo así trabajará con más satisfacción, le será más fácil poner buena cara, se sentirá más “realizado” en su tarea y contribuirá -con los demás- en la buena marcha de la sociedad.
Esta es, posiblemente, una de las mayores aportaciones del cristianismo al mundo.