En la solemnidad de Todos Los Santos leemos en el Apocalipsis: “Después de esto, en la visión, apareció una multitud inmensa, que nadie podía contar, de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas, de pie ante el trono y ante el Cordero, vestidos con túnicas blancas, y con palmas en las manos. Y clamaron a gran voz: ¡La salvación viene de nuestro Dios, que se sienta sobre el trono, y del Cordero!”. Visión consoladora de los santos del cielo, hombres y mujeres normales que no tendrán proceso de beatificación, los de la “puerta de al lado”.

El abuelo, la abuela, la maestra de secundaria, el panadero, el taxista. El vagabundo que dormía bajo el soportal, el guía de montaña prudente, el magistrado que hace justicia no obstante las presiones de los poderosos, la empresaria que tuvo un fracaso porque no pagaba sobornos, la madre saturada de trabajo y que nunca tuvo un día libre; la nuera que era paciente con la suegra, el sacerdote que terminó en la cárcel pero era inocente; el periodista que tuvo que dimitir por la campaña periodística contra él, pero no había hecho nada malo. La señora que no atendía a los chismes de sus amigas en los bancos del parque sino que daba un giro positivo a los discursos, la pastelera con la balanza exacta y pasteles ricos, el futbolista que no lastimaba a sus oponentes y los aplaudía cuando jugaban bien, los soldados que dialogaban y ayudaban a las poblaciones pobres y nunca las explotaron sino que las promovieron. El empleado con todos los días iguales pero alegre en casa, la periodista que decía siempre la verdad, el cantautor que cantó la maravilla de la vida y del amor y que llenaba de emoción a la gente con su música de sublime belleza. La monja sonriente y cariñosa incluso cuando el día era duro; aquel a quien todo le salía mal, pero se lo ofrecía a Dios. El obispo que de verdad era un padre, el confesor que te ponía siempre frente a Cristo y a su amor. El esposo que amaba a su esposa como ella quería ser amada, el padre que por la noche olvidaba su cansancio y jugaba con los niños, la estudiante que estudiaba y en su tiempo libre ayudaba a los pobres.

Todos habían lavado sus ropas con la sangre del Cordero. Son bienaventurados en el cielo porque para poder hacer el bien han vivido la pobreza de espíritu. Han llorado, han sido mansos. Han deseado la justicia. Han sido misericordiosos. De corazón puro, desprendidos de sí mismos, con la misma mirada de Dios sobre las criaturas. Han llevado la paz a su alrededor. Han sido perseguidos a causa de Cristo y recibido insultos y toda clase de maldades. Ahora se regocijan y exultan, porque gozan de una gran recompensa en los cielos. Y nosotros con ellos. Nos dan esperanza.