El “no temas” del ángel me dio paz. El latido del corazón, sin embargo, continuó y aumentó cuando me dijo: “Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús”. Jesús significa Salvador: nombre que le viene de Dios. Mi intuición no había errado: ¡es una cosa inmensa! Cuando apareció en mí el deseo de ofrecer a Dios la renuncia a la maternidad, lo hice pidiendo a Dios que acelerara la venida del Mesías, que tanto necesitaba nuestro pueblo, renunciando a lo que toda chica de Israel deseaba: ser su madre. Le ofrecí, por esa espera, la humillación pública de la esterilidad. Todo el mundo hubiera dicho: Dios no la ama. Nadie hubiera podido saber porque nadie hubiera podido entender. Pero Dios me lo inspiró y me pidió que guardara esta resolución solo para mí y luego la compartiera solo con José.

“El será grande y será llamado Hijo del Altísimo”. Palabras extraordinarias, pero lo que el ángel dijo a continuación me impactó aún más: “El Señor Dios le dará el trono de su padre David y reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su Reino no tendrá fin”. Ese “para siempre”, ese su reinado que “no tendrá fin” me sugirieron una dimensión completamente nueva de lo que me estaba revelando. “José es de la casa de David”, pensé, “así que ¿estará dentro de esta promesa?”. Esas palabras tan grandes me decían que había mucho más que se me escapaba. Lo que escuché me reveló un amor personal y una elección de Dios sobre mí que me sobrecogía. No tenía intención de negarme; simplemente no entendía cómo podía hacerse todo esto. Si Dios me lo hubiera pedido, estaba dispuesta a dejar a José, aunque me hubiera costado sangre y no hubiera sabido cómo hacer. ¿O José tenía que participar en todo esto? ¿Pero cómo? ¿Qué quería decirme el Señor? Reflexionaba y no lograba entender. Pensé que estaba ante el mensajero de Dios: podía preguntarle a él cuáles eran los planes de Dios. No fue fácil.

Me salieron esas palabras repentinas, íntimas y breves, como una extrema síntesis de lo que pasaba en mi corazón: “¿De qué modo se hará esto, pues no conozco varón?”. El ángel aclaró sólo en parte el misterio. Pero me regaló una confianza absoluta. Reflexioné después que tendría que aprender los pasos siguientes a dar, de uno en uno. Si me hubiera explicado todo en ese momento, habría sido demasiado, no lo habría podido asumir. Me dijo: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por tanto, el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios”. Iba entendiendo: era algo absolutamente impensable e infinitamente nuevo. Dios estaba haciendo nuevas todas las cosas. Sentía la inmensidad del amor de Dios y su cercanía.