Sofonías nos revela la causa más profunda de la alegría: el amor de Dios por el hombre. “Canta de gozo, hija de Sion, alborótate, Israel, alégrate y disfruta de todo corazón, hija de Jerusalén… El Señor, Rey de Israel, está en medio de ti”. Son palabras que resuenan en el anuncio del ángel a María y explican su turbación. La sucesiva invitación de Gabriel a María a “no temer” porque ha hallado gracia delante de Dios, y su sí a la Encarnación del Verbo, nos recuerdan lo que añade Sofonías: “No temas, Sion… El Señor, tu Dios, en medio de ti como poderoso salvador. Él disfrutará de ti con alegría, te renovará con su amor, se regocijará por ti con gritos de alegría”. Dios había hablado en la Biblia de muchas maneras, pero aquí por primera vez grita de gozo. Hasta ahora, los gritos eran del hombre que se dirigía a Dios: ahora son de Dios que se regocija por su criatura. “El Señor, tu Dios, en medio de ti”; estas palabras del profeta que resuenan en María le dicen: el Señor morará dentro de ti, en tu vientre, donde nace tu aliento, donde nace la vida. Fuente de perenne alegría, a la que nosotros estamos llamados también. Como en las palabras de Pablo a los filipenses: “Alegraos siempre en el Señor”.

Lucas habla de Juan, quien después de profetizar pasa a la catequesis. “Las muchedumbres” (3,10) indistintas y confusas lo escuchan y lo interrogan. Sus respuestas exhortan a amar dando ropa y comida a los que no tienen y ofrecen buenos consejos para que cada categoría haga el bien en su trabajo. Gracias a los consejos recibidos, la multitud se convierte en “el pueblo” (3, 15) que espera a Cristo. “Qué debemos hacer” es la misma pregunta que, según Lucas en los Hechos, hacen los convertidos por el anuncio inicial de Jesucristo en el día de Pentecostés y reciben la respuesta de Pedro: recibir el bautismo. Y lo pregunta el carcelero de Pablo y Silas, que se bautiza con toda la familia.

Juan también orienta a la gente hacia el bautismo de Jesús, lo profetiza y hace que lo deseen: “Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego”. No nombra a Jesús, pero revela su divina grandeza: el adjetivo “fuerte” es de Dios, y él no es digno de desatar los cordones de sus sandalias. Juan no sabe, sin embargo, que Jesús mismo lavará los pies a sus discípulos y que no empezará por limpiar su patio y quemar la paja, sino que tratará de amar y de salvar a todos y a cada uno. Por eso, en la cárcel no entiende la acción de Jesús y hará que le pregunten: ¿eres realmente tú el Cristo? Jesús le responderá con los signos de las curaciones y el bien que está haciendo: bendito seas, Juan, si no te escandalizas de mí, si vives tu prisión y tu condenación a muerte como anticipo de mi cruz.