Después de dos días de vanos intentos, regresamos con José al templo decididos a llegar hasta donde las mujeres no podían entrar. Les pedimos a los ángeles del Señor que nos protegieran. Encontramos el camino: conocía bien el templo, las calles secundarias y desiertas. Me tapé un poco la cara y no me hicieron caso. Llegamos a un salón donde los maestros solían reunirse para discutir las Escrituras. Oímos su voz inconfundible. Miramos la escena con asombro: estaba sentado como el maestro de los maestros, y todos a su alrededor. Sentimientos diversos se mezclaban en el corazón de José y en el mío. La alegría y la gratitud a Dios por haberlo encontrado sano y salvo, y luego estupor: ¿no debería haber esperado hasta ser adulto? Allí se estaba revelando como el maestro de los sabios de Israel, y sólo tenía doce años. José y yo nos dimos cuenta de que Jesús sabía mucho mejor que nosotros las cosas que le habíamos enseñado. ¿Por qué no nos había dicho nada y nos había hecho sufrir tanto? Jesús “los escuchaba y les preguntaba” y los maestros “estaban asombrados por su inteligencia y sus respuestas”.

Tuvimos la secreta alegría de que otras personas, y con autoridad, habían conocido y admirado un poco el inefable misterio de nuestro hijo. Pero a José le entró el miedo: ahora lo alaban, pero ¿luego qué será? Herodes consultó a sacerdotes y a escribas para saber a dónde iba a nacer el Mesías y engañó a los magos para matar a Jesús. Y mató a los niños de Belén… Quizá algunos de ellos se pueden acordar y hacer un cálculo de los años que han pasado… Me dijo al oído: “Vámonos lo antes posible. Mezclémonos con la multitud”. Lo escuché, recuperé fuerza y di un paso adelante sin preocuparme de los doctores del templo, orgullosa de ser la madre de ese prodigio. Pensaba: vosotros le escucháis con tanta atención, pero ahora este me escucha a mí: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, angustiados, te buscábamos”. Nombré a José antes de mí, el padre de familia, que me había apoyado y guiado en esos tres días. Jesús nos sabía muy unidos y por eso nos respondió a los dos: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?

No entendimos su respuesta. Pensamos: ¿no están también las cosas de tu Padre en Nazaret y en el trabajo de José? Pero nos quedamos callados. Comprendimos que estaba demasiado por encima de nosotros. Además, mezclado con su origen divino, también había algo de adolescencia humana. Mejor esperar. Volveremos a hablar con él en un momento propicio. Después. En casa. Y funcionó. Regresó con nosotros. Fue dócil y amorosamente disponible. “Y crecía en sabiduría, en edad y en gracia”. Yo “guardaba todas estas cosas” en mi corazón.