Leemos la primera parte del “Sermón de la llanura”, el de los cuatro “bienaventurados” y “ay de vosotros”. En Mateo, Jesús habla de las bienaventuranzas sobre un monte. En Lucas, acaba de bajar del monte donde había pasado la noche en oración y donde llamó a los Doce. Su descenso nos recuerda el descenso de Dios entre nosotros con la Encarnación. La llanura es una imagen del día a día de nuestra vida. Allí, Jesús encuentra una multitud de discípulos, y una muchedumbre también de paganos venidos de Tiro y Sidón.

Esta muchedumbre está bien descrita en dos versículos que no se leen en el Evangelio de la Misa: “Venían a oírlo y a que los curasen de sus enfermedades, los atormentados por espíritus inmundos quedaban curados, y toda la gente trataba de tocarlo, porque salía de él una fuerza que los curaba a todos”. Esta es la gente a la que Jesús dice “bienaventurados” vosotros, los pobres, que tenéis hambre y lloráis. Jesús los define así, no por el mal que sufren, sino porque su indigencia los llevó a buscar a Jesús, su gracia y su palabra. La privación espiritual o material, el dolor y la necesidad existencial, abren a la búsqueda de Dios y al deseo de su bien duradero y eterno.

La cuarta bienaventuranza se diferencia de las tres primeras porque se refiere a las privaciones que tendrán los discípulos por ser perseguidos en nombre de Cristo. Es un Evangelio que nos llama a una profunda conversión de la forma de pensar. Jesús nos dice que no debemos buscar el consentimiento del mundo: “Ay, si todo el mundo habla bien de vosotros. Esto es lo que vuestros padres hacían con los falsos profetas”. Al contrario, Jesús nos dice: “Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os destierren y os insulten”, y nos invita a alegrarnos y a saltar de gozo “porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Esto es lo que hacían vuestros padres con los profetas”. Si nos hubiera dicho: “aceptad con serenidad esta situación, u ofreced este sacrificio”, ya habría sido una petición superior a las fuerzas humanas: con mayor razón, ya que nos pide estar llenos de alegría y exultación. Solamente con nuestras fuerzas nos es imposible. Como dice el Señor en Jeremías: necesitamos confiar en Él para ser árboles plantados junto al agua de su gracia para tener, incluso en esas pruebas, hojas perennes y frutos siempre frescos. Para el regocijo, Lucas usa el mismo verbo con el que Isabel dijo que el hijo saltó de alegría en su vientre a la voz de la madre del Señor. Se regocijó en el Espíritu Santo y con la voz de María. Pidamos al Espíritu Santo que nos dé su fuerza para vivir esta enseñanza de Jesús, tan elevada, tan sublime, tan por encima de nuestras fuerzas. Y que María nos llame por nuestro nombre.