El episodio de la adúltera es el pasaje evangélico más comentado por los Padres de la Iglesia. Es como una síntesis narrativa del núcleo del evangelio. Isaías relata las palabras de Dios: “No recordéis lo de antaño, | no penséis en lo antiguo; | mirad que realizo algo nuevo”. Jesús invita a la adúltera a no mirar más al pasado sino a acoger la vida nueva que él le da. Pablo escribe a los filipenses que su único propósito es “ganar a Cristo y ser hallado en él”. Ese día, en el templo, esa mujer ganó a Cristo, entró en su vida y fue hallada en él.

Enseñaba en el templo «y todo el pueblo acudía a él». Los escribas y fariseos envidiosos de su éxito quieren provocarlo para denunciarlo: a las autoridades del templo si negaba la lapidación; a las autoridades romanas si la aprobaba, porque la pena capital era exclusiva de los ocupantes. Además, si hubiera ordenado la lapidación, negando el mensaje de misericordia que iba predicando y practicando, habría perdido el favor de la gente. Para defenderse de estos escollos, Jesús elige el silencio. Se agacha para escribir en el suelo. San Agustín nota una referencia a Jeremías 17, 13: “Señor, quienes te abandonan fracasan; quienes se apartan de ti quedan inscritos en el polvo por haber abandonado al Señor, la fuente de agua viva”. El suelo del templo, sin embargo, no es de tierra sino pavimentado: el gesto recuerda al dedo de Dios que graba en la piedra la ley en las tablas que entrega a Moisés. Hay aquí, pues, uno que es mayor que la ley; es su autor, el que conoce su interpretación auténtica.

El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”. El fin de la ley antigua, para ese pueblo de dura cerviz, era llevarlos a comprender el pecado que había en todos y convertirse. Ahora Jesús puede cumplir ese propósito. Él, que es el único verdaderamente sin pecado, no condena a la mujer y no tira la primera piedra. Cambia para siempre la ley antigua por la ley nueva del amor que escribe en los corazones. Se levanta para mirar y hablar a la “mujer”: ya no es la “adúltera”. No es el pecado lo que nos define sino la naturaleza con que Dios nos ha creado y la gracia que nos renueva. En el lenguaje bíblico, “mujer” es también la esposa: la mujer ha encontrado por fin al esposo, en ella la Iglesia encuentra a Cristo. Los escribas y fariseos se van a mirar por dentro y enfrontar con su pecado. Ya no están a la vista de la mujer: ninguno la condenó. No pecar más es una promesa, una garantía. De la mirada de Cristo, de su inmenso amor percibido, de su misericordia y de su confianza, nace en la mujer la conciencia y el arrepentimiento por el pecado y la resolución de no caer ya más, porque, allí en medio, ha sido “encontrada en Cristo”.