Cuentos con moraleja: “El agua que quería ser fuego”
Cuando en el infinito amor de Dios cada uno de los hombres fue creado, fue dotado de una serie de talentos, talentos que Dios quiso especialmente para cada uno y que nosotros hemos de hacerlos crecer.
Una de las cosas que más nos cuesta aprender en esta vida es reconocer las facultades que Dios nos dio. Con mucha frecuencia tenemos envidia porque fulanito recibió más talentos que yo o porque tiene aptitudes que a mí me gustaría tener y no sabemos que cada uno de nosotros es el resultado del amor personal de Dios y si así nos quiso es porque era lo mejor para nosotros. Con mucha frecuencia el hombre tarda años en ser consciente de ello; es más, hay personas que nunca se dan cuenta o no terminan de aceptarlos. No hemos de tener envidia de los demás y de sus talentos: estemos contentos con los nuestros y esforcémonos en hacerlos crecer. Precisamente en el éxito de cumplir esta misión estará nuestra felicidad aquí en la tierra y, luego, el regalo eterno del cielo (Mt 25: 14-30).
Yo recuerdo cuánto me costó aceptarme como Dios me había hecho. Me habría gustado ser un poco más listo, más honesto, más alto, más guapo… Con frecuencia intenté presentar una imagen ante los demás aparentando unos dones que no tenía; en cambio me avergonzaba, o al menos no sacaba provecho, de los regalos que Dios me había dado. Tuvo que pasar mucho tiempo hasta que la edad, los tropezones y sobre todo la gracia de Dios me ayudaron a conocerme como era, aprovechar mis dones, aprender a estar en mi sitio –que es el que Dios quería- y aceptarme sin pretender ser otro.
Por otro lado, no confundamos la aceptación de nuestros propios dones con el deseo de imitar a Cristo. Recordemos palabras como: “Es necesario que yo disminuya para que Él crezca” (Jn 3:30), o “ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2:20) y muchas otras similares que aparecen en las Sagradas Escrituras. Sólo el que es capaz de aceptarse como Dios le hizo puede luego renunciar a todo para seguirle.
Hace bastantes años leí en un lugar una bella historia que ahora les transcribo y que quiere reflejar, a través de un bello ejemplo, lo que aquí se quiere decir. Trata la historia de un “diálogo” que ocurrió hace muchos años entre el agua cristalina que bajaba por un torrente de montaña y el Señor Nuestro Dios.
“Ya estoy cansada de ser fría y de correr río abajo. Dicen que soy necesaria, pero yo preferiría ser hermosa, encender entusiasmos, encender el corazón de los enamorados y ser roja y cálida. Dicen que yo purifico lo que toco, pero más fuerza purificadora tiene el fuego. Quisiera ser fuego y llama”.
Así pensaba el agua de río de la montaña. Y, como quería ser fuego, decidió escribir una carta a Dios para pedir que cambiara su identidad.
“Querido Dios: Tú me hiciste agua, pero quiero decirte con todo respeto que me he cansado de ser transparente. Prefiero el color rojo para mí; desearía ser fuego. ¿Puede ser? Tú mismo, Señor, te identificaste con la zarza ardiente y dijiste que habías venido a poner fuego a la tierra. No recuerdo que nunca te compararas con el agua. Por eso, creo que comprenderás mi deseo. No es un simple capricho. Yo necesito este cambio para mi realización personal”. El agua salía todas las mañanas a su orilla para ver si llegaba la respuesta de Dios. Una tarde pasó una lancha y dejó caer al agua un sobre rojo. El agua lo abrió y leyó:
“Querida hija: me apresuro a contestar tu carta. Parece que te has cansado de ser agua. Yo lo siento mucho porque no eres un agua cualquiera. Tu abuela fue la que me bautizó en el Jordán, y yo te tenía destinada a caer sobre la cabeza de muchos niños. Tú preparas el camino del fuego. Mi Espíritu no baja a nadie que no haya sido lavado por ti. El agua siempre es primero que el fuego”.
Mientras el agua estaba embobada leyendo la carta, Dios bajó a su lado y la contempló en silencio. El agua se miró a sí misma y vio el rostro de Dios reflejado en ella. Dios seguía sonriendo, esperando una respuesta. El agua comprendió que el privilegio de reflejar el rostro de Dios sólo lo tiene el agua limpia, entonces suspiró y dijo:
“Sí, Señor, seguiré siendo agua. Seguiré siendo tu espejo. Gracias.”
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Descubramos la inmensa riqueza de los dones que hemos recibido. Seamos sencillos, abramos los ojos y los oídos, aprendamos a conocernos; y, sobre todo, aceptémonos como Dios nos hizo. Cada uno de nosotros ha sido el resultado de un acto de amor muy especial de Dios.
“Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó. Dios los bendijo; y les dijo Dios: «Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que se mueven sobre la tierra».” (Gen 1: 27-28).
Cuando Dios acabó de hacernos también dijo:
“Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno.” (Gen 1:31).