En cierta ocasión a San José María Rubio, S. J. (fallecido en 1929), una mujer mayor le dijo:

—Venga esta tarde a confesar a un moribundo – y le dio la dirección.

Cuando el P. Rubio llamó a la dirección indicada abrió un joven, que no tenía aspecto de estar enfermo. Pensando que podría haber otra persona, dio el nombre del indicado por la señora como moribundo.

—Soy yo – respondió.

—Perdone, me habían dicho que había un moribundo.

El hombre se echó a reír. Al ver el aspecto cansado del sacerdote lo invitó a pasar y sentarse. Allí pudo ver la foto de la misma señora que aquella mañana le había dado la dirección del “enfermo”.

—Es mi madre – respondió el joven, pero hace mucho que falleció.

—Sí, pero esa es la mujer que me ha dado su nombre y dirección y que me ha dicho que viniera a confesar a un moribundo a esta casa.

—Espere un poco – dijo el hombre impresionado – y confiéseme.

A la mañana siguiente el joven fue encontrado muerto en la cama…

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Esta anécdota que les he contado es real. El cariño de una madre es tan grande que incluso vela por el bienestar de sus hijos desde el más allá. El amor de la madre salvó a su hijo de una condenación eterna. El hijo se creía sano; pero su madre, que ya estaba en el cielo, fue avisada por Dios y ésta no perdió el tiempo y buscó el modo para que su hijo se salvara. Y es que el amor de una madre es tan grande que es capaz hasta de conmover el corazón de Dios. Si ese es el trato que Dios tiene con las madres, ¿qué no hará cuando quien le pide es su propia Madre, la Virgen María?