Santa Isabel de Hungría (1207-1231) siendo casi niña se casó con Luis, landgrave de Turingia, a quien dio tres hijos, y, al quedar viuda, después de sufrir muchas calamidades y siempre inclinada a la meditación de las cosas celestiales, se retiró a Marburgo, en la actual Alemania, en un hospital que ella misma había fundado, donde, abrazándose a la pobreza, se dedicó al cuidado de los enfermos y de los pobres hasta el último suspiro de su vida.

A los cuatro años había sido prometida en matrimonio, se casó a los catorce, fue madre a los quince y enviudó a los veinte. Isabel, princesa de Hungría y duquesa de Turingia, concluyó su vida terrena a los 24 años de edad. Cuatro años después el Papa Gregorio IX la elevaba a los altares.

Vistas así, a vuelo de pájaro, las etapas de su vida parecen una fábula, pero, si miramos más allá, descubrimos en esta santa las auténticas maravillas de la gracia y de las virtudes.

Su padre, el rey Andrés II de Hungría, primo del emperador de Alemania, la había prometido por esposa a Luis, hijo de los duques de Turingia, cuando sólo tenía 11 años. A pesar de que el matrimonio fue arreglado por los padres, fue un matrimonio vivido en el amor y una feliz conjunción entre la ascética cristiana y la felicidad humana, entre la diadema real y la aureola de santidad. La joven duquesa, con su austeridad característica, despertó el enojo de la suegra y de la cuñada al no querer acudir a la Iglesia adornada con los preciosos collares de su rango:

—“¿Cómo podría—dijo cándidamente—llevar una corona tan preciosa ante un Rey coronado de espinas?”

Sólo su esposo, tiernamente enamorado de ella, quiso demostrarse digno de una criatura tan bella en el rostro y en el alma y tomó por lema en su escudo tres palabras que expresaron de modo concreto el programa de su vida pública: “Piedad, Pureza, Justicia”.

Juntos crecieron en la recíproca donación, animados y apoyados por la convicción de que su amor y la felicidad que resultaba de él eran un don sacramental:

—“Si yo amo tanto a una criatura mortal — le confiaba la joven duquesa a una de sus sirvientes y amiga —, ¿cómo debería amar al Señor inmortal, dueño de mi alma?”.

A los quince años Isabel tuvo a su primogénito, a los 17 una niña y a los 20 otra niña, cuando apenas hacía tres semanas había perdido a su esposo, muerto en una cruzada a la que se había unido con entusiasmo juvenil. Cuando se quedó viuda, estallaron las animosidades reprimidas de sus cuñados, que no soportaban su generosidad con los pobres. Privada también de sus hijos, fue expulsada del castillo de Wartemburg. A partir de entonces pudo vivir totalmente el ideal franciscano de pobreza en la Tercera Orden, para dedicarse, en total obediencia a las directrices de un rígido e intransigente confesor, a las actividades asistenciales hasta su muerte, en 1231.

En cierta ocasión le preguntaron de qué forma se podía dar limosna si no se tenía dinero. Ella contestó:

—La escasa economía no es impedimento para la caridad, ya que siempre tenemos: dos ojos para ver a los pobres, dos oídos para escucharlos, una lengua para consolarlos y pedir por ellos, dos manos para ayudarles y un corazón para amarlos.

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En tan solo veinticuatro años, esta singular mujer fue capaz de llegar a los altares. Su vida fue un profundo amor a Dios llevado a la práctica con una entrega total al servicio de los más pobres.

Esta santa y todos los demás son modelos de virtudes a imitar. Aprendamos de ella a amar con sencillez y totalidad a Dios, a no perder oportunidad para ayudar a todos aquellos que acudan a nosotros solicitando nuestra ayuda.