Comentario al XXII Domingo del Tiempo Ordinario
Durante su ministerio público Jesús aceptó con cierta frecuencia las invitaciones de distintas personas para comer en sus casas, incluso de quienes la sociedad consideraba gente de vida poco recta. Fue tal la actitud acogedora de Jesús, que algunos hipócritas lo tacharon de “comilón y bebedor, amigo de publicanos y pecadores” (Lc 7,34). En esta ocasión, Jesús es recibido en casa de uno de los principales fariseos y escribe san Lucas que muchos de ellos lo observaban. Pero a Jesús le mueve el afán de salvar a todos por encima de la opinión pública y las habladurías. Como dice san Cirilo, “aunque el Señor conocía la malicia de los fariseos, aceptaba sus convites para ser útil a los que asistían a ellos con sus palabras y milagros”.
Al notar Jesús cómo los fariseos iban eligiendo los primeros puestos, les propuso una parábola ambientada en un banquete de bodas. En principio, todo parece un sencillo consejo humano de etiqueta social para quedar bien ante la gente. Sin embargo, la imagen esconde un mensaje mucho más trascendente sobre la virtud de la humildad, que queda condensado en la famosa sentencia paradójica: “Todo el que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado”.
La tradición de la Iglesia ha insistido mucho en el papel fundamental que desempeña la virtud de la humildad de la que habla Jesús en casa del fariseo. Muchos Padres de la Iglesia coinciden en definir esta virtud como hizo san Gregorio: “Madre y maestra de todas las virtudes”. Jesús da a entender al fariseo que no es fácil acertar con la actitud adecuada que hemos de adoptar, según la verdad de nosotros mismos en cada situación. Es fácil creerse más de lo que uno en realidad es. Por eso sugiere Jesús considerarse siempre inferior a lo que cabría esperar; ponerse “en el último lugar”.
En realidad, Jesús es quien ha sabido ponerse en último lugar y ha sido después exaltado. Como explica Benedicto XVI, “esta parábola, en un significado más profundo, hace pensar también en la postura del hombre en relación con Dios. De hecho, el “último lugar” puede representar la condición de la humanidad degradada por el pecado, condición de la que sólo la encarnación del Hijo unigénito puede elevarla. Por eso Cristo mismo “tomó el último puesto en el mundo —la cruz— y precisamente con esta humildad radical nos redimió y nos ayuda constantemente” (Deus caritas est, 35)”. Jesús es quien se puso de verdad en último lugar, el del servicio a los demás y la entrega generosa hasta la cruz. Por eso luego fue exaltado a la diestra del Padre. En cierto sentido, el propio Jesús escuchó la frase de la parábola de hoy: “Amigo, sube más arriba”. La virtud de la humildad resulta por tanto una condición necesaria para que Dios nos pueda exaltar, porque “a pasos de humildad es como se sube a lo alto de los cielos”, comentaba san Agustín.
Por último, Jesús sugiere al fariseo vivir la caridad con los demás, que es también señal de humildad. Por eso el Maestro anima a su anfitrión a que invite a su banquete precisamente a todos aquellos que cualquiera pondría en último lugar y no en el primero, “a pobres, a tullidos, a cojos y a ciegos”, que no tienen para corresponder. Esta actitud generosa que da importancia y valor a los humildes es premiada y exaltada por Dios que como dice Jesús “recompensará en la resurrección de los justos”. Porque como explica san Juan Crisóstomo, “si convidas al pobre, tendrás por deudor a Dios, que nunca olvida”. Y entonces oiremos nosotros también la invitación del anfitrión: “Amigo, sube más arriba”.