Comentario al XXIV Domingo del Tiempo Ordinario
Al escuchar de nuevo el relato del Éxodo sobre la perversión del pueblo de Israel, que se había fabricado un becerro de metal fundido para adorarlo, el mismo pueblo tenía la oportunidad de recordar cómo su posición privilegiada en cuanto pueblo de Dios dependía de la libre elección de Dios y de que éste perdonara sus pecados antes incluso de esperar su arrepentimiento, y ciertamente no por su comportamiento ejemplar en comparación con el de otros pueblos.
Es ciertamente sugestivo cómo en ese pasaje la Biblia se expresa antropomórficamente como si hubiera habido un recorrido de arrepentimiento en Dios, favorecido por la intercesión de Moisés. De este modo, Dios se pone incluso a sí mismo, ante su pueblo, como ejemplo de arrepentimiento, de cambio de manera de pensar y de actuar, sugiriendo así a su pueblo que actúe del mismo modo, que perdone para
ser como Dios que perdona. Ser fiel en el amor a pesar de las posibles traiciones de la persona amada. El propio Moisés, que recuerda a Dios sus promesas y sus juramentos, es protagonista de una historia de perdón por parte de Dios: a pesar de la matanza del egipcio, y de las décadas de huida en el desierto, Dios lo llamó a liberar a su pueblo.
Pablo tuvo la misma experiencia: Dios lo eligió para ser su apóstol y llevar el Evangelio a las naciones, a pesar de que era “blasfemo, perseguidor y violento”, como recuerda a su discípulo Timoteo.
Dios es así, y Jesús busca todas las ocasiones de reafirmarlo en un ambiente como el suyo, en el que fariseos y escribas, para quienes los “pecadores” eran una categoría de personas definidas por ellos según su comportamiento, pensaban que debían ser juzgadas y condenadas, alejándolas y no manteniendo con ellas ninguna relación. En cambio, Jesús los acoge y come con ellos. Ellos “murmuran”, como el pueblo en el desierto que protestaba ante Dios, y así se convierten en los pecadores que Dios trata de salvar, contándoles parábolas sobre la misericordia de Dios.
El comportamiento que les propone es seguramente desconcertante: dejar las noventa y nueve ovejas, no en un lugar seguro, sino en el desierto, para ir a buscar la única perdida. Y luego no volver a por ellas, sino ir a celebrar fiesta con los amigos. La dimensión de la búsqueda de lo que estaba perdido recorre las tres palabras de Jesús: ir por la oveja perdida, buscar con cuidado la moneda perdida, otear el horizonte
esperando al hijo que se ha alejado, salir de la casa para recuperar al que estaba dentro de la casa pero por su dureza de corazón se había quedado fuera de la fiesta del perdón, con la alegría del hijo y del hermano reencontrado. La alegría del cielo, la alegría de los ángeles, la alegría de Dios, la alegría que se contagia entre amigos y amigas dan a todo el camino del arrepentimiento y del perdón una dimensión de exultación que anima a todos a recorrer este camino, el de pedir perdón y dar misericordia.