Hace años conocí a una mujer muy especial: “la tía Purita”. Era una mujer enormemente sacrificada y alegre. Siempre tenía la sonrisa en la boca y parecía que no tenía que hacer ningún esfuerzo cuando de ayudar a los demás se trataba.

Recuerdo que hacía pocos años se había hecho cargo de cinco niños pequeños y del padre de éstos, que era al mismo tiempo su cuñado, cuando una leucemia arrebató a la joven madre y esposa.

Entonces la tía Purita, que estudiaba el último año de medicina y tenía un novio con el que estaba a punto de casarse, abandonó todo para encargarse de aquella patulea y de su cuñado desarbolado por la situación. Dejó su vida, dejó su futuro, puso de lado su amor y se entregó a otro amor menos personal y más sacrificado.

Recuerdo que había en aquella mujer algo que me desconcertaba: una extraña mezcla de cariño y distancia. Se volcaba en atender a sus sobrinos, pero guardaba siempre una especie de distancia, que hacía que fuese amada siempre con “reparos”. Para muchos del pueblo pasó a ser una solterona con buen corazón.

Tuvieron que pasar muchos años y tuve que ser yo ya sacerdote para que un día me confesase que era sincera a la hora de querer y hacía de actriz al mantener la distancia. Porque -me explicó ella-:

—Una tía debe suplir a una madre, pero nunca sustituirla.

Descubrí que la tía Purita tenía miedo a que los pequeños sobre todo llegaran un día a quererla tanto que olvidasen a la madre muerta. Y se entregó a aquella especie de doble “comedia” en la que, al mismo tiempo, mantenía el fuego sagrado del amor en la casa, pero dirigía las mejores llamas hacia la madre ausente. Había descubierto que su vocación era actuar en esta vida como una “suplente”.

El ejemplo de esta mujer fue para mí, sacerdote, una gran enseñanza. Aprendí mucho de ella, pues sabía muy bien que nosotros debíamos vivir esa misma “comedia”: transmitir a las gentes el amor de Cristo, cuidando mucho de que dirigieran su amor hacia la fuente y no hacia el mensajero, hacia el Cristo a quien representamos y no a nosotros como curas y simple transmisores de su amor y de sus enseñanzas.

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En cuántas ocasiones tenemos los hombres y mujeres consagrados que aprender esta lección: saber amar, pero sin robar el corazón. Saber que somos meros instrumentos de Dios destinados a llevar su amor, pero sin pedir nada a cambio. Nosotros no somos más que meros puntos de referencia para que ellos encuentren a Dios. Por otro lado, todo nuestro amor debe estar dirigido a Cristo y a su Madre y desde ellos, a todos los hombres.