Pedro era un niño católico de la Misión de Laguna Verde en Paraguay. En su aldea no había escuela católica, por lo que tenía que ir andando todos los días a la escuela de un poblado vecino que distaba unos siete kilómetros de su casa. A él no le gustaba mucho ir, pues su maestro era un incrédulo que se esforzaba en arrancar la fe a los alumnos.

Una mañana, al pasar Pedro el puente que atraviesa el río que corre a las afueras de la aldea, percibió que las aguas habían subido debido a las últimas lluvias, lo que hacía presagiar una crecida repentina. Media hora más tarde llegó a la escuela.

Alrededor de las cuatro, terminadas las clases, Pedro volvió a su casa. Al atravesar el puente, vio que las aguas habían subido mucho más. Se sentó a la orilla del puente para ver pasar el agua y se puso a pensar en lo sucedido aquella mañana en la escuela:

–¡Qué cosa más triste tener un alma como la de mi maestro! ¡Aborrecer a Dios y las cosas santas! Pediré a Dios que le perdone cuando haga mi Primera Comunión. Mucho tiempo hacía que aspiraba a recibir a Jesús por primera vez.

Y, absorto en estas reflexiones, pasó bastante tiempo. Cuando volvió en sí, vio con espanto que las aguas habían alcanzado la altura del puente y, asustado, se fue corriendo hacia su casa.

Cuál fue su sorpresa cuando descubrió que la aldea estaba totalmente desierta por el peligro de una inminente inundación. Todo el mundo había huido a lo alto de una montaña cercana. Imaginó que sus padres estarían allí también, por lo que decidió ir a juntarse con ellos. Al pasar cerca de la cabaña que hacía de iglesia, vio el parpadeo de la lámpara del Sagrario. El Santísimo Sacramento estaba aún allí y el sacerdote, que vivía en el poblado vecino, no volvería hasta que bajaran las aguas.

Pensó que la capilla quedaría totalmente inundada por la crecida de las aguas y que el Señor, que se encontraba en el Santísimo Sacramento, quedaría bajo las aguas. Decidió tomar el copón que contenía la Sagrada Eucaristía y ponerlo en un lugar seguro. Entró en la sacristía y cogió la llave del Sagrario que estaba escondida en uno de los cajones debajo de unos libros.

Cuando volvió a la capilla, el agua ya le llegaba hasta las rodillas. Corriendo hasta el Sagrario, tomó el copón, intentó salir de la iglesia, pero la fuerte corriente del agua se lo impedía. Se encontraba prisionero dentro de la iglesia, aunque no estaba solo: tenía consigo a Jesús.

Al ver cómo crecía el agua, le entró miedo; comprendió que su vida estaba en peligro. En ese momento reflexionó que ahí estaba junto a Jesús, a punto de morir y sin haber hecho su Primera Comunión. Desde lo más profundo de su corazón le salió una súplica:

  • ¡Jesús, ayúdame!

El agua subía más y más, había llegado hasta la barandilla de la Comunión. Pedro, todo mojado y temblando de frío, se refugió en el escalón más alto del presbiterio. Sus ropas estaban empapadas. El agua, que se movía con gran fuerza, seguía subiendo. Viéndose ya sin salida posible y en peligro de muerte, se puso a rezar:

  • ¡Jesús, perdóname!

Lo único que quedaba por encima del agua era el altar, por lo que, ayudado de una silla, trepó hasta lo alto.

Allí permaneció varias horas. La iglesia estaba llena de agua y la lucecita de la lámpara del Sagrario se reflejaba en su superficie. El agua alcanzaba ya casi al altar, por lo que, cogiendo el copón, trepó hasta el sitio en el que se coloca la custodia para la Exposición.

Estaba muerto de miedo y sentía muchos escalofríos. La frente le ardía a ratos, y otros se quedaba totalmente helado. Pedro se sentía cada vez más débil. En ese momento, un profundo sopor le invadió por entero e inclinando la cabeza sobre el pecho se quedó dormido. Así pasó toda la noche.

Al amanecer del día siguiente, una barca vino lentamente hasta la aldea. Llevaba a varios hombres y al sacerdote. Como la puerta de la iglesia estaba abierta por el empuje de las aguas, entraron en ella con la barquichuela. Encima del tabernáculo vieron un niño acurrucado, sin movimiento, pálido como la muerte.

– Pedro, ¿me oyes? ¿tienes frío? – dijo el sacerdote.

– Sí- respondió Pedro.

– ¿Tienes hambre?

– Sí, mucha hambre.

– Bebe este vino.

– No.

– Pues, ¿qué quieres?

Pedro señalaba el copón. Los ojos del sacerdote se llenaron de lágrimas.

– ¡Pobrecito! – murmuró. Tu deseo va a ser atendido. Y, tomando una hostia del copón, dio al niño su Primera Comunión. Pedro sonrió y cerró los ojos.

– Démonos prisa – dijo el sacerdote. Hay que llevarlo al médico.

Sacaron a Pedro en la barca. El sol brillaba sobre la campiña inundada y Pedro, calentado por sus rayos, comenzó a moverse, aunque con mucha dificultad, y a contarles de modo entrecortado lo que le había pasado. En ese momento, Pedro, incorporándose un poco en la barca, susurró casi imperceptiblemente:

  • ¡Jesús, perdona… al maestro! Y no habló más.

Dios se había llevado al cielo al niño que había reparado los pecados de su maestro y había salvado a Dios de las aguas.