La curación de la lepra de Naamán el Sirio sirve de contexto a la de los diez leprosos curados por Jesús. Se convenció a Naamán de que se lavara siete veces en el río Jordán y, curado, abrazó la fe en el Dios de Israel y, agradecido a Eliseo, decidió serle fiel para siempre, también en su propia tierra.

A los leprosos no estaba permitido acercarse, eran marginados por la comunidad, considerados impuros y culpables de grandes pecados. En el relato de Lucas su drama queda plasmado en esos dos verbos: “Vinieron a su encuentro” y “Se pararon a lo lejos”. Quieren conocer a Jesús, pero la ley de Moisés les prohíbe acercarse a él. Superan la distancia física gritándole: “Ten compasión de nosotros”, la petición que en la Biblia se dirige sobre todo a Dios. Lo dicen con una sola voz, un ejemplo de oración concorde, llamándole Maestro, declarándose sus discípulos. Jesús escucha su oración, y su primera respuesta es su mirada: trae a esta tierra la mirada benévola de Dios para la salvación del hombre: “El Señor mira desde el cielo, se fija en todos los hombres” (Sal 33, 13). Luego les dice que se presenten ante los sacerdotes, una orden que podría parecer ilógica: estaba prescrito que los sacerdotes verificaran la curación y dieran permiso para volver a entrar en la sociedad civil y religiosa, ¡pero ellos aún no estaban curados! Los leprosos van de todos modos: creen, como Naamán que se baña en el Jordán. Y su fe se ve recompensada: se curan por el camino. Pero sólo uno vuelve a Jesús, lleno de gratitud: alabando a Dios con gran voz se postra a sus pies para darle las gracias. Cree que es Dios quien actúa en Jesús. Lucas señala: es un samaritano. Esto también es chocante porque Jesús, en su grandeza de corazón, lo ha enviado a los sacerdotes a pesar de no pertenecer al pueblo de Israel.

Una vez más en el Evangelio, como había ocurrido con el centurión, es un extranjero el que tiene una fe ejemplar. Una fe que le ha llevado a seguir el impulso de su corazón. Los otros nueve quedaron atrapados por las prisas por conseguir la aprobación de los sacerdotes para volver a entrar en su comunidad y en su familia. Han obedecido a la letra las instrucciones de Jesús. El samaritano, en cambio, ha obedecido lo que su fe sugería a su corazón y que ha conmovido el corazón de Jesús. Su fe inicial lo ha “purificado”, su fe plena lo ha “salvado”. Fue la fe la que le impulsó a volver a Jesús para mostrarle su amor, que lo ha ayudado a prescindir del consenso de los otros nueve que pensaban de otro modo y a anteponer la gratitud a Dios y su relación con Jesús al cumplimiento de la costumbre. Es la misma prioridad que Pablo le recuerda a Timoteo: “Acuérdate de Jesucristo”. Con él viviremos, con él reinaremos.