Érase una vez una pequeña vela que vivió feliz su infancia, hasta que cierto día le entró curiosidad en saber para qué servía ese hilito negro y finito que sobresalía de su cabeza. Una vela vieja le dijo que ese era su “cabo” y que servía para ser “encendida”.

—Ser “encendida”, ¿qué significará eso? — dijo la vela.

La vela vieja también le dijo que era mejor que nunca lo supiese, porque era algo muy doloroso.

Nuestra pequeña vela, aunque no entendía de qué se trataba, y aun cuando le habían advertido de que era algo doloroso, comenzó a soñar con ser encendida. Pronto, este sueño se convirtió en una obsesión. Hasta que por fin un día se dejó encender. Y nuestra vela se sintió feliz por ser luz que vence a las tinieblas y les da seguridad a los corazones de los hombres.

Muy pronto se dio cuenta de que dar luz constituía no solo una alegría, sino también una fuerte exigencia. Sí. Tomó conciencia de que para que la luz perdurara en ella tenía que alimentarla desde el interior, a través de un permanente consumirse… Entonces su alegría cobró una dimensión más profunda, pues entendió que su misión era consumirse al servicio de la luz y aceptó con fuerte conciencia su nueva vocación.

A veces pensaba que habría sido más cómodo no haber recibido la luz, pues, en vez de un diario derretirse, su vida hubiera sido un “estar ahí”, tranquilamente. Hasta tuvo la tentación de no alimentar más la llama, de dejar morir la luz para no sentirse tan molesta.

También se dio cuenta de que en el mundo hay corrientes de aire que buscan apagar la luz. Y a la exigencia que había aceptado de alimentar la luz desde el interior, se unió la llamada fuerte a defender la luz de ciertas corrientes de aire que circulan por el mundo. Más aún: su luz le permitió mirar más fácilmente a su alrededor y alcanzó a darse cuenta de que existían muchas velas apagadas: unas porque nunca habían tenido la oportunidad de recibir la luz, otras por miedo a derretirse y otras porque fueron apagadas por las corrientes de aire. Y se preguntó muy preocupada:

—¿Podré yo encender otras velas?

Y, pensando, descubrió también su vocación de apóstol de la luz. Entonces se dedicó a encender velas, para que hubiera mucha luz en el mundo.

Cada día crecía su alegría y su esperanza, porque en su diario consumirse encontraba velas por todas partes. Velas viejas, velas hombres, velas mujeres, velas jóvenes, velas recién nacidas…. Y a todas les transmitía su luz.

Pasó el tiempo y, cuando presintió que se acercaba el final, porque se había consumido totalmente, dijo con voz muy fuerte y con profunda expresión de satisfacción en su rostro:

–¡Gracias a Cristo yo también he sido luz para este mundo”

Y poco después murió.

 

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Esa debería ser la vida de cada cristiano. Nosotros, gracias a Cristo, debemos hacernos también luz para este mundo. Iluminar, a través de nuestra virtud, la oscuridad que existe en el corazón del hombre. Es verdad que, con ello, poco a poco nos iremos consumiendo, pero también es verdad que nuestra vida habrá sido bien aprovechada. Un buen día seremos también llamados por Dios y entonces podremos decir con alegría: “Gracias a Cristo yo también fui luz para este mundo”.