Comentario al XXIX Domingo del Tiempo Ordinario
Cuando Moisés insiste en la oración, Josué vence a Amalec. Pero si sus brazos se caen por la fatiga, Josué pierde la batalla. Es agotador mantener los brazos levantados durante mucho tiempo: es una imagen del cansancio de la oración. La ayuda de las personas que nos aman, Aarón y Coré para Moisés, nos sostiene: seguimos rezando.
Pablo escribe a Timoteo sobre otros aspectos de la constancia: en la fe que ha recibido y en la instrucción en la Escritura, cuya eficacia alaba: sirve para enseñar, convencer, corregir, educar, madurar el hombre de Dios y prepararlo para toda buena obra. ¡No es poca cosa! También se anima a Timoteo a insistir en el anuncio de la palabra, amonestando, reprendiendo y exhortando. De todos modos, lo que hará que su discurso sea eficaz, aunque el momento elegido no sea el adecuado, será la forma: “con toda magnanimidad”. Con un corazón grande, con la caridad como criterio subyacente, le recuerda Pablo.
La parábola de la viuda que insiste con el juez sólo es relatada por Lucas, que la introduce ya con la interpretación: la necesidad de rezar siempre, sin cansarse nunca. Los protagonistas de la historia son la viuda, el juez y el adversario. Una viuda de aquella época representaba el máximo de la pobreza y la fragilidad. Tal vez los primeros cristianos también se sentían así frente a los adversarios. Jesús esboza una diferencia total entre el juez y Dios. Un juez que no teme a Dios y no tiene consideración por nadie es lo peor que puede pasar: no le afecta la obediencia al mandato de Dios de amar y servir al prójimo no le toca ni el respeto a la dignidad humana. Se mueve sólo porque la insistencia de la viuda perjudica a su comodidad. Paradójicamente, Jesús nos propone el mismo comportamiento en la oración: ser insistentes, clamar a Dios día y noche, y nos asegura que Dios vendrá enseguida a hacernos justicia. Se puede objetar: si Dios es tan diferente del juez, en su paternidad y misericordia, ¿por qué es tan necesario clamar a él noche y día? Y de nuevo: la experiencia de los creyentes es que a veces Dios parece no intervenir o que tarda en responder. Se puede responder que el don de la oración es, en gran medida, la oración misma, que nos hace estar en comunión con Dios, creer en él, ejercitar la esperanza y el abandono confiado, nos lleva a amar y a ser amados por él. La oración nos hace vencer a ese Amalec que nos acecha y nos tienta a desconfiar de Dios y de su amor, a sentirlo como un enemigo. Al vencer a Amalec nos convertimos y tenemos la certeza de que Dios viene inmediatamente en nuestra ayuda dándonos la fe para ver las cosas de la vida según su mirada y abandonarnos a su voluntad: así Dios lo resolverá todo, pero a su manera y a su tiempo.