Volvió de la guerra, con gran alegría por parte de su mujer. Pero no era ya el mismo. Se pasaba el día sentado, con la mirada perdida; brusco, sin sonreír, sin contar nada. La esposa buscó al brujo del poblado. Le expuso el caso y pidió algo que curase a su marido.

El brujo le dijo:

  • Sí, lo haré, pero necesito un pelo del bigote de un león.

Ella regresó asustada a casa, pero decidió salir en busca del terrible animal. Cuando lo divisó quedó paralizada del miedo, pero el león huyó. Ella salía a la selva cada atardecer: siempre esperaba inmóvil, pero cada día se aproximaba algo más. Hasta que, por fin, acostumbrado el animal, se acercó y ella le dio un poco de leche. Así una y otra vez, con diferentes “regalos”.

Un día se aventuró a tocarle y el animal no huyó, ronroneando de placer por la caricia.

—Necesito algo de ti, pero no deseo hacerte daño — le susurró la mujer cuando ya resultaba cercano y amigo.

Le tomó suavemente por la cabeza y le arrancó un pelo del bigote con gran decisión. El león ni se movió.

  • ¡Gracias! — dijo ella.

Al día siguiente llegó feliz a casa del brujo. Este al ver el pelo y oír lo sucedido pareció reflexionar, pero arrojó el pelo al fuego. La mujer gritó asombrada:

  • ¿Qué haces?

Y el brujo, riendo, añadió:

  • No necesitas ninguna medicina para curar a tu marido. Haz con él lo que has hecho con el león.

El cariño, la cercanía, el respeto y el amor curaron al antiguo combatiente de su melancolía.

*** *** ***

Con frecuencia los seres humanos somos bastante extraños: estamos dispuestos a usar los extraños remedios que nos manda el “brujo” o el “curandero” de turno, pero en cambio, cuando es Dios quien nos lo dice directamente o a través de sus sacerdotes no hacemos caso, porque no creemos que esos consejos puedan dar resultado alguno. En el fondo es porque nos falta fe. Ya nos lo dijo el Señor: “Si tuviereis fe como un grano de mostaza, diríais a ese monte: vete de aquí para allá, y se iría, y nada os sería imposible” (Mt 17:20).