Cuando, en la primera lectura de hoy, del libro de Isaías, se ordena al rey Acaz que pida una señal, parece mostrar humildad y se resiste a hacerlo. Pero estaba lejos de ser un hombre piadoso, y el profeta, sabiendo que esta humildad es sólo aparente, pierde la paciencia. De todos modos le da una señal de Dios. Una “doncella”, “almah” en hebreo, una mujer en edad de casarse y de tener hijos, dará a luz y llamará a su hijo “Emanuel”, nombre que significa “Dios está con nosotros”. Algunos estudiosos piensan que esto tenía probablemente una aplicación inmediata: una princesa, hija del rey, daría a luz a un niño cuyo nacimiento aseguraría la continuidad de la dinastía y mostraría así que Dios seguía “estando con” su pueblo. Aunque esto es ciertamente posible, es interesante observar que la propia tradición judía le dio un sentido más destacado. En la traducción griega de los libros sagrados de Israel, una obra llamada Septuaginta preparada unos siglos antes del cristianismo, el hebreo “almah” se traduce como “parthenos”, que significa explícitamente “virgen”. El signo resulta cada vez más extraordinario.

A Acaz se le había ofrecido un signo “en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo”; es decir, tan único que pueda llegar más allá de la muerte y entrar en el cielo. En el evangelio de hoy vemos cómo Dios cumple esta señal y le da su verdadero significado. Una virgen concebiría efectivamente, y daría a luz de forma milagrosa. El “signo” iba mucho más allá de la mera continuación de una dinastía. No sólo llegaba al cielo, sino que procedía de él. Con el tiempo llegaría más allá de la muerte. Y Dios “estaría” con su pueblo de una manera que nadie antes había imaginado. Así leemos: “La generación de Jesucristo fue de esta manera”.

Jesucristo es el signo definitivo. Como Dios hecho hombre, es realmente Dios con nosotros, de la manera más literal. María es la virgen que ha concebido. El signo de la vida de Cristo terminaría llegando más allá de la muerte mediante la resurrección. Y sí, en él continuaría también la dinastía davídica.

Tan inaudito era este signo, tan sin precedentes, que José no estaba preparado para él. Intuyó que María había concebido “del Espíritu Santo”, es decir, de Dios, pero sintió la necesidad de retirarse y se disponía a separarse de María discretamente, aplicando las leyes de la época con la máxima delicadeza. Entonces, un ángel de Dios le reveló lo que había sucedido y que estaba llamado a proteger a María y al niño, que nacería de ella y que “salvaría al pueblo de sus pecados”. La extraordinaria señal de Dios no aplastó la libertad y el albedrío humanos. Al contrario, sacó lo mejor de este hombre. La gran preocupación de José es no difamar a una mujer. Esto forma también parte del signo de Dios: el respeto y la delicadeza hacia las mujeres. Es un signo que hace mucha falta en nuestra sociedad y que estamos llamados a vivir hoy.