Comentario al II Domingo del Tiempo Ordinario
Es delicioso escuchar la segunda lectura de hoy (1 Cor 1, 1-3) y percibir la frescura del cristianismo primitivo. San Pablo se dirige a una de las primeras comunidades cristianas y lo hace con gran belleza, llamándolas “los santificados por Jesucristo, llamados santos con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre Nuestro Señor Jesucristo”.
Les recuerda a ellos, y a nosotros, su (nuestra) llamada a la santidad. Ser cristiano es estar llamado a la santidad, con independencia de dónde estemos geográfica o existencialmente. ¿Cómo? En primer lugar, mediante la oración a Jesús, que es el Señor de todo.
Vale la pena recordar quiénes eran los corintios: gente de la ciudad de Corinto en la antigua Grecia, a la que Pablo había evangelizado. Corinto era una ciudad pagana famosa por su inmoralidad. Pablo tiene que regañar a los corintios por haberse dividido en facciones y por haber tolerado un caso escandaloso de incesto. Los corintios amaban lo extraordinario, los dones especiales del Espíritu Santo -hablar en lenguas y profetizar-, y el apóstol tiene que ayudarles a entender que lo que importa mucho más es el amor: no los dones extraordinarios, sino el esfuerzo diario por amarse unos a otros.
La conversión de estos corintios al cristianismo forma parte del cumplimiento de la primera lectura (Is 49, 3.5-6). La salvación de Dios está llegando hasta “los confines de la tierra”, incluida la pagana Corinto. No es sólo para Israel, sino que es para todos. De ahí que Pablo diga a los corintios que es “Señor de ellos y nuestro”.
Las lecturas de hoy pueden recordarnos nuestra propia llamada a la santidad, y la necesidad de mantener viva la frescura del cristianismo, sin permitir que se estanque en nuestras vidas o comunidades. Puede suceder que tengamos que vivir y dar testimonio en un lugar inmoral. Tendremos nuestras faltas y excesos y en ocasiones necesitaremos que nos corrijan. Pero es mejor ser corregido por exceso de pasión que por falta de ella. Fuera lo que fuera lo que se pudiera decir de los corintios, no sería que les faltaba entusiasmo.
Pero este entusiasmo no es un mero sentimiento humano. Así, el Evangelio de hoy (Jn 1, 29-34) nos señala su fuente: la acción del Espíritu Santo en nuestras almas. Jesús bautiza con el Espíritu Santo, “es el Elegido de Dios” y el Espíritu se posa sobre él. Juan el Bautista está recordando la escena del bautismo de Cristo en el río Jordán. De este modo, nos invita a entrar también en esas aguas para vivir nuestro bautismo en nuestra vida cotidiana. El bautismo no es un simple acontecimiento pasado. Sus aguas deben surgir en nosotros cada día. Es un manantial vivo, que vierte agua buena, la gracia de Dios, que luego se derrama sobre los demás a través de nuestro ejemplo y nuestro testimonio de Cristo: con nuestra familia y amigos, en nuestro ocio y en nuestro lugar de trabajo o estudio.