Cuentan que hace mucho tiempo vivía en la zona campesina de Chila (Buenos Aires) una pareja de esposos ya muy ancianos, de extrema pobreza, no había tenido hijos y vivían sólo de la caridad de la gente de la aldea. Cada día salía él hacia el mercado con la esperanza de conseguir alguna cosa para comer en la noche junto a su amor. Su único tesoro era una vieja pipa de madera que hacía mucho tiempo no veía el tabaco, pero él se la colgaba en la boca, para espantar un poco el hambre del día.

Ella se sentaba a media mañana en la entrada de la choza que habitaban y peinaba mil veces sus largas trenzas, su máximo tesoro y su orgullo; sin embargo, el pelo blanco y largo no conocía algún peine desde hace mucho tiempo pues el último que había tenido se había destrozado hace mucho tiempo y ya no pudo conseguir otro. Al ponerse el sol llegaba él con alguna bolsa de fruta que alguien le había regalado, así era día a día.

Llegó el día del aniversario de bodas, y el salió como cada mañana, temprano, pensando qué le regalaría a ella: nada tenía y el día se veía negro. Por su parte ella se sentó en la puerta de la casita pensando cómo celebrar si no había con qué. Sin embargo, al llegar la tarde él llegó con un pequeño paquete que le dio con un suave beso en la frente — feliz aniversario — y ella sacó de debajo de la silla también un paquete que le entregó con una gran sonrisa; al abrir cada uno su regalo, se miraron y sollozaron en silencio disfrutando del gran amor que Dios les estaba demostrando.

Ella había vendido sus trenzas y le había comprado un paquete de tabaco para la pipa; él, en cambio, había vendido su pipa y le había comprado un hermoso peine para sus trenzas.

Pocas semanas después, estando ella en el arroyo que había cerca de su choza lavando la ropa, se resbaló y se calló al agua; días después cogió una pulmonía que la llevó a la tumba. No había pasado una semana de la muerte de su mujer que de tanta pena murió también el marido.

Ambos dos hicieron juntos el último viaje y junto a las puertas del cielo esperaron recibir un último regalo, el regalo que Dios les había preparado.

Las gentes de la aldea, al conocer tan maravillosa historia de amor, colocaron en la lápida que pusieron junto a sus tumbas: unas trenzas y una pipa. Y, por muchos años, fueron un bello ejemplo para todos del amor bello y profundo que este matrimonio se había profesado durante toda la vida.

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Como decía San Juan de la Cruz: “a la caída de la tarde seremos juzgados del amor”. El juicio final no será otra cosa que la comprobación de si fuimos capaces de amar con el mismo corazón de Dios; o si, por el contrario, fuimos presa del egoísmo y no supimos amar otra cosa que a nosotros mismos.

Es también mi deseo y mi esperanza poder aguardar, cuando también a mí me llegue la hora, junto a las puertas del cielo, para poder recibir el último regalo: el más maravilloso de todos, el regalo que Dios tiene preparado para los que lucharon por dejarlo todo y pertenecerle sólo a Él.