La luz es un tema dominante en las lecturas de este domingo, vinculado a la curación. Todos tenemos esa experiencia: las heridas se curan mejor cuando se exponen a la luz del sol. Por eso, en la primera lectura de Isaías, Dios nos anima a cuidar de los necesitados: “Entonces brillará tu luz como la aurora, y tu herida sanará pronto”. Ayudar a los demás nos cura y nos saca de nuestra propia oscuridad hacia la luz. Cuántas personas han descubierto que ayudar a los necesitados les libera de sus propias angustias y complicaciones.

El tema continúa en el salmo: “el hombre bueno es luz en las tinieblas para los rectos”; presta, da a los pobres; “su cabeza se alzará en gloria”. Hay algo glorioso, lleno de luz, en ayudar a los demás. Ya en la primera lectura, san Pablo insiste en que su enseñanza no se basaba en la filosofía humana, que tan a menudo puede volverse oscura y retorcida, sino sólo en “una demostración del poder del Espíritu”. Es decir, con la luz de Dios, no con la oscuridad del pensamiento meramente humano.

En el Evangelio, Jesús pone juntas la sal y la luz. La sal tenía una doble función en el mundo antiguo. No sólo añadía sabor a los alimentos, como sigue haciendo hoy, sino que también preservaba de la corrupción en una época en la que no había frigoríficos ni se podía garantizar el hielo, y menos en los países mediterráneos. Jesús habla aquí de nuestro testimonio cristiano: debemos actuar en la sociedad como la sal. La sal actúa discretamente, mezclándose con otras especias: en mucha cantidad es desagradable, pero si es poca hace que la comida resulte sosa.

Los cristianos deben actuar -discreta pero realmente- en el mundo tanto para dar sabor como para preservar de la corrupción. Si no hablamos y pasamos desapercibidos, nos volvemos como la sal que ha perdido su sabor “y sólo puede ser arrojada para ser pisoteada por los hombres”. Esto sucede cuando permanecemos en silencio ante el mal y la corrupción. No necesariamente podemos acabar con el mal, pero al menos podemos denunciarlo y limitarlo. Nos “salamos” con la oración y el estudio, con el autocontrol y el buen uso del tiempo. Es la “sal” interna de la acción de Dios en nosotros.

Y entonces llegamos a la luz. Cristo nos llama a ser “luz del mundo, ciudad edificada sobre la cumbre de un monte”. Especialmente los santos han sido esta luz, “brillando para todos en la casa” de la Iglesia. Esta luz también debe ser interior, la acción de Dios en nuestras almas que brilla hacia los demás. No es la orgullosa ostentación de los fariseos que buscan la alabanza humana. Nuestro objetivo es que los hombres, “viendo nuestras buenas obras, alaben al Padre que está en los cielos”. Cuando damos testimonio de Cristo a través de la excelencia de nuestro trabajo y del amor a Dios y al prójimo que lo inspira, cuando defendemos nuestra conciencia incluso a costa de grandes sufrimientos, somos verdaderamente “la luz del mundo”.