Comentario al VII Domingo del Tiempo Ordinario
La primera lectura de hoy invita al pueblo a participar de la santidad de Dios: “Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo”. ¿En qué consiste esta santidad? No en demostraciones de poder, ni en sabiduría sublime; ni siquiera en milagros. Consiste en rechazar con firmeza el resentimiento y, al mismo tiempo, hacer las reprimendas que sean necesarias. Nada de rencores, sino corrección abierta. Esencialmente, la santidad es amor a los demás: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor”. Y Dios mismo, en su vida interior, es amor.
En la homilía del anterior domingo escribí que “la Antigua Ley se centraba más en la moral social, al menos tal como se llegó a entender”. En realidad, también hablaba de actitudes interiores, pero con demasiada frecuencia el antiguo Israel limitaba la justicia a la observancia exterior. Jesús simplemente insistió en que la santidad implicaba una transformación interior y elevó el listón a un nivel aún más alto. Y lo vemos especialmente en las dos antítesis que leemos hoy, que son las dos últimas de las seis famosas antítesis que pronunció en el Sermón de la Montaña.
Nuestro Señor se refiere a un mandamiento dado por Dios en el Monte Sinaí: “ojo por ojo, diente por diente”. Si hoy lo consideramos brutal es porque lo vemos con ojos cristianos. En su tiempo fue un paso adelante, introduciendo un sentido básico de la justicia: un crimen debe pagarse con un castigo proporcionado, no con una venganza violenta. Pero Jesús, sin derogar este mandamiento (la justicia sigue siendo necesaria), añade la nueva dimensión de la mansedumbre cristiana. El mal se vence con una respuesta de mansa generosidad más que con una retribución equivalente. “Pero yo os digo…”. No te resistas al mal; pon la otra mejilla; si te quitan la túnica, da también tu manto; da al que pide y pide prestado al que pide. En otras palabras, el mal se sofoca cuando se sufre con mansedumbre generosa, como vemos que hizo Nuestro Señor en la Cruz.
Y la antítesis final es la más exigente y divina de todas. “Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo’”. Pero, ¿dónde dice Dios ‘odiarás a tu enemigo’? En realidad, no lo dice. Lo dijo la tradición judía, no la Escritura divina. Era un buen ejemplo de cómo la ley de Dios se había diluido, incluso corrompido, con el paso del tiempo. Por eso Jesús, al tiempo que confirma y eleva lo que era verdad en la ley de Israel, corrige lo que era falso.
A continuación, nos exhorta a “amar a vuestros enemigos y orar por los que os persiguen”, del mismo modo que Dios Padre bendice a todos, malos y buenos, con la lluvia. No hay ningún mérito en amar sólo a los que nos aman: incluso los paganos y los odiados recaudadores de impuestos lo hacen. Pero para participar de la santidad de Dios, debemos amar a todos sin distinción. “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”. Y así, una vez más, vemos que la santidad -la perfección- es amor.