Ser abogado es actuar y hablar en nombre de otro, estar a su lado, ponerse de su parte. Al describir al Espíritu Santo como “otro abogado” (Jesús es el primer abogado: véase 1 Jn 2, 1), Nuestro Señor nos está enseñando mucho sobre la realidad del amor. No es sólo un sentimiento agradable: es una opción radical de apoyar a los demás y asumir su situación y sus necesidades.

Dios Hijo hizo eso como Jesús en su Encarnación, haciendo suyas todas las cosas, asumiendo en última instancia nuestros pecados y nuestra miseria. Habló por nosotros sobre todo a través de su sufrimiento y muerte, pues su sangre habla con más fuerza que la de Abel (cfr. Hebreos 12, 24). La sangre de Abel había clamado justicia y el castigo de su asesino, mientras que la sangre de Cristo clamaba misericordia para sus verdugos, que no son sólo los judíos de su tiempo, sino también todos nosotros.

La apología se expresa tanto más cuanto más humildes y rechazados son aquellos a quienes uno defiende. Así, en la primera lectura de hoy vemos que la defensa divina llega a los samaritanos, un grupo odiado y despreciado hasta entonces por el pueblo judío. Y también a los samaritanos se les concede el don del Espíritu Santo, el segundo abogado, para que en adelante pueda actuar en ellos y a través de ellos, hablando en su nombre y capacitándoles para abogar por los demás. Porque éste es el genio del amor divino: Dios no sólo nos da su amor, sino que nos da el poder de amar a los demás y al hacerlo nos hacemos más divinos y amorosos -y amables- nosotros mismos. Los sujetos de la abogacía pueden entonces abogar por los demás.

Pero Jesús nos enseña más sobre el amor: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos”. Más que meras emociones, el amor es conformar nuestra voluntad y nuestras acciones a la voluntad de otra persona. Cualquier declaración de amor suena vacía si no estamos dispuestos a cumplir la voluntad del otro, siempre que esa voluntad no sea mala, porque -en tal caso- lo amoroso es rechazarla. Pero con Dios, su voluntad es siempre buena y para nuestro bien. Jesús insiste: “El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama”. “Obras son amores, no buenas razones”, como dijo Dios una vez a san Josemaría. Y, como dijo Jesús en el Evangelio de Mateo, “No todo el que me dice (Señor, Señor) entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7, 21).

Esto implica un esfuerzo consciente por escuchar a Dios y por introducirlo en nuestras decisiones cotidianas. No podemos hacer su voluntad si estamos demasiado distraídos para escucharla. Dios también nos habla a través de nuestra conciencia y debemos ser sensibles para escucharla y obedecerla, evitando toda impetuosidad y soberbia.

El amor es abogar por los demás y hacer su voluntad. En otras palabras, es ponerlos por encima de nosotros mismos. Dios nos pide esto, pero sólo porque es lo que Él mismo hizo por nosotros en Cristo Jesús.