“Dicho esto, a la vista de ellos, fue elevado al cielo, hasta que una nube se lo quitó de la vista”. Y rezamos en la Oración colecta de hoy: “Adonde ya se ha adelantado gloriosamente nuestra Cabeza, esperamos llegar también los miembros de su cuerpo”.

La solemnidad de la Ascensión reúne una serie de grandes creencias. En primer lugar, que formamos parte del cuerpo de Cristo, como enseñó san Pablo en sus epístolas. Cristo es la cabeza, nosotros somos los miembros. No es sólo una metáfora: es una realidad viva y orgánica. Cuando nos bautizamos, entramos espiritualmente en el cuerpo de Cristo. Por tanto, si Cristo, la cabeza, ha subido al cielo, nosotros esperamos seguirlo.

Luego, la realidad de la Ascensión de Nuestro Señor. Después de su Resurrección, Jesús pasó 40 días en la tierra, comiendo y bebiendo con sus discípulos, enseñándoles. Y luego, al final de esos días, regresó al cielo con su cuerpo humano y glorioso. Como decimos en el Credo cada domingo, “subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre”.  

Es sorprendente cómo las lecturas de hoy entrelazan la debilidad y la estrechez de miras de los discípulos de Cristo y el poder de Nuestro Señor en el cielo. En la tierra, los discípulos siguen demasiado preocupados por el reino político de Israel y otros siguen dudando de la Resurrección. Y aunque la nube que oculta a Cristo mientras asciende señala su ocultación, las lecturas de hoy también insisten en su poder y autoridad en el cielo. “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra”. Jesús está sentado a la derecha del Padre “en el cielo, por encima de todo principado, poder, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no solo en este mundo, sino en el futuro”, como enseña la segunda lectura. Dios “todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia, como Cabeza, sobre todo”.

El salmo nos dice que ha subido con “toque de trompeta” para ser “rey sobre las naciones” y “reinar en su santo trono”. Dios oculto y fragilidad humana, por un lado, poder divino en el cielo por otro. Y precisamente en este contexto, Nuestro Señor nos envía: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos”, prometiéndonos que estará con nosotros “todos los días, hasta el final de los tiempos”. 

Pero, ¿no es ésta la dinámica permanente de la vida de la Iglesia? En la debilidad de sus miembros y dirigentes, pero con la fuerza de Cristo en el cielo, la Iglesia avanza en su misión evangelizadora. Jesús parece invisible, como en otra dimensión lejana, pero permanece cerca de nosotros, inspirando nuestras acciones, sosteniéndonos en nuestra fragilidad.

Nuestra visión puede ser muy limitada, pero Dios sabe adónde va y adónde nos lleva. La vida de la Iglesia parece caracterizarse por los fracasos de sus miembros, el cuerpo, pero la cabeza reina supremamente en el cielo, unida al Padre y guiando todo hacia su gloria.