Comentario a la Solemnidad de la Santísima Trinidad
Con demasiada frecuencia adoramos a Dios no como cristianos, sino como piadosos judíos o musulmanes. Insistimos en hablar con Dios -sólo Dios, únicamente Dios- sin darnos cuenta de que este Dios, aunque totalmente uno, es también Trinidad: es decir, tres en uno. Este misterio no es más que eso, un misterio, y además particularmente difícil, y podríamos caer en la tentación de desear que la realidad fuera más sencilla, o al menos que Dios no la hubiera revelado.
Pero tal deseo sería como desear que una maravillosa pieza de música clásica fuera sólo los cuatro simples acordes de la música pop o que una extraordinaria obra de arte no tuviera tanta profundidad. La belleza del misterio divino es que invita a explorarlo aún más, a sumergirse cada vez más en lo que es como un océano infinito de maravillas por descubrir.
Las lecturas de la fiesta de hoy, Solemnidad de la Santísima Trinidad, comienzan con el momento en que Dios dejó entrever su misterio, revelándose a Moisés en el monte Sinaí. La revelación plena de su gloria habría sido demasiado para Moisés -de hecho, sólo podemos verla en el cielo a través de una elevación especial de nuestra naturaleza por la gracia-, así que Dios lo coloca en la hendidura de la roca, diciendo: “Te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Después, cuando retire la mano, podrás ver mi espalda, pero mi rostro no lo verás”. Dios pasa entonces revelándose como el “Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad”. De este modo, Dios comienza a compartir su intimidad con Moisés y, a través de él, con la humanidad.
Esta es la razón de ser de la revelación de la Trinidad. Dios nos revela su vida interior para que podamos compartirla para siempre en el cielo. Lo entendemos muy bien: cuanto más amas a alguien, más dispuesto estás a abrirle tu intimidad. Y así, queriendo revelarnos la plenitud de su amor por nosotros en Cristo Jesús, y habiéndonos preparado gradualmente a lo largo de la historia para recibir este amor, es a través de Jesús como Dios nos enseña acerca de la Trinidad. Como dice Nuestro Señor a Nicodemo en el evangelio de hoy: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Este acto de revelación es para la salvación, como enseña Jesús, pero aún más: es una invitación a la relación. Como vemos en los santos, debemos tener una relación de amor y confianza con cada persona de la Trinidad, amando al Padre a través de Jesús su Hijo, con el Espíritu Santo obrando en nuestra alma. Lo que san Pablo dice a los corintios en la segunda lectura de hoy es como un resumen de esta verdad: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios [es decir, del Padre] y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con todos vosotros”.