Érase una vez un reino que estaba regido por un rey muy cristiano y con fama de santidad que no tenía hijos. El monarca envió a sus heraldos a colocar un anuncio en todos los pueblos y aldeas de sus dominios.

Cualquier joven que reuniera los requisitos exigidos, para aspirar a ser posible sucesor al trono, debería solicitar una entrevista con el Rey. A todo candidato se le exigían dos requisitos imprescindibles: amar a Dios y demostrar con hechos que amaba a su prójimo.

En una aldea muy lejana, un joven leyó el anuncio real y creyó que él cumplía los requisitos, pues amaba a Dios y también a sus vecinos. Una sola cosa le impedía ir. Era tan pobre que no contaba con vestimentas dignas para presentarse ante el santo monarca ni tenía dinero para hacer tan largo viaje.

Trabajó de día y noche. Ahorró todo lo que pudo y cuando tuvo una cantidad suficiente para el viaje vendió sus pertenencias, compró ropas finas, algunas joyas, y emprendió el viaje.

Algunas semanas después, habiendo agotado casi todo su dinero y estando a las puertas de la ciudad donde vivía el gran rey, se encontró con un pobre pidiendo limosna. Aquel pobre hombre tiritaba de frío, cubierto sólo por harapos. Sus brazos extendidos rogaban auxilio. Imploró con una débil y ronca voz:

—Estoy hambriento y tengo frío. ¡Por favor, ayúdame!

El joven se quedó tan conmovido por las necesidades del pobre que de inmediato se deshizo de sus ropas nuevas y se las entregó al pobre; sin pensarlo dos veces, le dio también parte de las provisiones que le quedaban.

Cruzando los umbrales de la ciudad, una mujer con dos niños tan sucios como ella le suplicó:

—¡Mis niños tienen hambre y yo no tengo trabajo! ¡Por caridad, socórreme!

Sin pensarlo dos veces, nuestro amigo se sacó el anillo del dedo y la cadena de oro de cuello y junto con el resto de las provisiones se los entregó a la pobre mujer.

Viéndose nuestro amigo harapiento y sucio, le vino la duda de abandonar o de seguir su camino hasta el palacio del rey. Sin darse tiempo a que las dudas crecieran, concluyó su viaje.

A su llegada al castillo, un asistente del Rey le mostró el camino a un grande y lujoso salón. Después de una breve pausa, fue admitido a la sala del trono. El joven inclinó la mirada ante el monarca.

Cuál no sería su sorpresa cuando alzó los ojos y se encontró con los del Rey. Atónito y con la boca abierta dijo:

—¡Usted…, usted! ¡Usted es el pobre que estaba a la vera del camino!

En ese instante entró una criada con dos niños trayéndole agua al cansado viajero. Su sorpresa fue también mayúscula:

—¡Ustedes también! ¡Ustedes estaban en la puerta de la ciudad!

—Sí -replicó el Soberano con un guiño- yo era ese pobre, y mi criada y sus niños también estuvieron allí.

—Pero… pe… pero… ¡usted es el Rey! ¿Por qué hizo eso?

—Porque necesitaba descubrir si realmente cumplías con las condiciones para ser rey –dijo el monarca-. Sabía que, si me acercaba a ti como Rey, podrías fingir y actuar no siendo sincero en tus motivaciones. De ese modo me hubiera resultado imposible descubrir lo que realmente había en tu corazón. Como pobre, no sólo descubrí que de verdad amas a Dios y a tu prójimo, sino que eres el único en haber pasado la prueba. ¡Tú serás mi heredero! ¡Tú heredarás mi reino!

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Este cuento le dio la oportunidad a nuestro protagonista de llegar a ser rey. A veces pensamos que todo esto sólo ocurre en los cuentos, pero también nosotros podemos ser “reyes” si hacemos lo que Él nos manda.

“Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo: porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt 25: 34-26).

Nadie ama a Dios a quien no ve si no ama a su prójimo a quien ve (1 Jn 4:20). ¡Cuántas veces nosotros caemos en el error de ayudar a aquel que nos puede devolver el favor pero en cambio no movemos un dedo por la persona que está realmente necesitada! El Señor nos lo dijo también con otras palabras: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25:40).

Ante nosotros yace la posibilidad de ser reyes; pero, para ello, tendremos que probarle a Dios qué estamos dispuestos a dejar para serlo. Para el hombre de este relato, su prueba consistió en algo todavía más difícil, llegar a ser rey renunciando a serlo. Fue entonces cuando Dios descubrió lo que había realmente en su corazón y como consecuencia recibió el Reino prometido.