Aquel pan milagroso, el maná, que mantuvo con vida a Israel mientras atravesaba el desierto, estaba destinado a revelar su propia insuficiencia. Cumplió su propósito y mantuvo a los israelitas alimentados en el desierto, pero, como Moisés dijo al pueblo -y lo escuchamos en la primera lectura de hoy-, este pan apuntaba a una realidad mayor. “Él te afligió, haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con el maná, que tú no conocías ni conocieron tus padres, para hacerte reconocer que no solo de pan vive el hombre, sino que vive de todo cuanto sale de la boca de Dios”.

Así pues, el propósito del pan era enseñar a los israelitas a no limitar su hambre al pan físico. Tenían que aprender a confiar en Dios, a encontrar en él su alimento definitivo. Por desgracia, parece que en tiempos de Jesús aún no habían aprendido esta lección. Cuando Jesús multiplicó los panes en el desierto, los judíos acudieron a él pidiendo más. Y Jesús tiene que decirles: “Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre”. Tiene que recordarles el carácter limitado del pan ordinario, incluso cuando se produce milagrosamente: “Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron”.

Pero Jesús les anuncia a continuación un pan mucho más grande que la enseñanza de Dios entendida metafóricamente, para “alimentarse” de él. La Eucaristía no es la palabra de Dios; es la Palabra de Dios. Es Dios mismo, el logos, la Palabra misma de Dios, consustancial con el Padre, que se nos da en forma de pan -y de vino-. Y esto es lo que celebramos en la fiesta de hoy, el Corpus Christi. Las lecturas de la Misa de hoy subrayan la literalidad de la Eucaristía. Moisés dijo al pueblo: no busquéis pan, buscad la palabra de Dios, su enseñanza. Jesús va más allá y nos da un pan que es en sí mismo la Palabra de Dios, no sólo su enseñanza, sino el propio Maestro.

Y este pan no sólo nos mantendrá vivos durante unos años, sino por toda la eternidad. Si comemos el pan eucarístico “tenemos la vida eterna” (es decir, ya la poseemos ahora, en parte, como una primera participación) y Cristo “nos resucitará en el último día”. Comer a Cristo nos hace vivir en él, y concluye “el que coma de este pan vivirá para siempre”. Así pues, al celebrar esta fiesta, y siempre que recibimos la Eucaristía, nuestro pensamiento debe dirigirse a la eternidad. No se trata de un mero alimento para un desierto geográfico durante varios años, que conduce a la vida en una Tierra Prometida que resultó ser una bendición muy desigual. Es un alimento que nos lleva a través del desierto de nuestro estado imperfecto en la tierra hasta la alegría no adulterada de la vida eterna con Dios. Recibir la Eucaristía debe suscitar en nosotros un deseo cada vez mayor del cielo.