Cristo instituyó a los apóstoles como respuesta a la miseria humana. El evangelio de hoy nos dice: “Al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, ‘como ovejas que no tienen pastor’”. Esto le lleva a decir a sus discípulos: “La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”. Ante tanta necesidad, es necesario enviar obreros para atenderla.

Curiosamente, aquí confluyen dos metáforas: la humanidad como oveja desvalida y la humanidad como mies esperanzada. La primera subraya nuestra pasividad (aunque no total: las ovejas pueden ser muy útiles, producir lana, leche, carne…); la segunda subraya que sí tenemos algo que ofrecer. Podemos ser una buena cosecha que dé frutos abundantes. En ambos casos, sin embargo, necesitamos que nos cuiden, ya sea pastores o labradores.

Y entonces Nuestro Señor “llama a sus doce discípulos y les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y toda dolencia”. O, siguiendo con las metáforas de Cristo, para defender a las ovejas de los lobos y ladrones que podrían asolarlas y matarlas, y a la mies, de las enfermedades que podrían echarla a perder. Así, el propósito de los apóstoles, y de los obispos como sus sucesores, es defendernos de todo lo que podría hacernos daño espiritual y permitirnos alcanzar nuestro pleno potencial en Cristo, esa cosecha abundante. Es aterrador pensar que Judas, “el que le traicionó”, se convirtió él mismo en un lobo, en una enfermedad. Por eso, nuestra oración por los obreros de la mies no debe limitarse a que se presenten, sino a que permanezcan fieles a su llamada.

En la primera lectura, Moisés relata al pueblo cómo dice Dios: “Os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí”. Les dice que, si son fieles en la tierra a la que les lleva, serán posesión de Dios y “un reino de sacerdotes y una nación santa”. Para que esto suceda, Dios nos ha dado, en su Nueva Alianza, obispos para que sean los nuevos Sumos Sacerdotes, como sucesores de los apóstoles, y otros sacerdotes como sus ayudantes. Así pues, la institución misma de los apóstoles y de los obispos es para que Dios nos tome para sí y para que lleguemos a ser “una nación santa”. Esto se entiende en primer lugar por la Iglesia, el nuevo Israel, que debe tender siempre a la santidad. Un reino de sacerdotes significa ciertamente “un reino con sacerdotes”, es decir, con ministros ordenados, pero también se refiere a lo que se llama el sacerdocio común de los fieles. Hay un aspecto sacerdotal en todas nuestras vidas: las oraciones y sacrificios diarios que ofrecemos a Dios en nuestro trabajo y vida ordinarios. Y los sacerdotes ordenados nos ayudan a vivir este sacerdocio común, particularmente dándonos los sacramentos y con su guía y enseñanza.