Todo lo que damos a Dios es ampliamente recompensado. Este es el mensaje básico de las lecturas de la misa de hoy. La primera lectura habla de una mujer importante de un lugar llamado Sunem que “presionó” al profeta Elías para que se quedara con ella y su marido. Y resultó que “desde entonces, se detenía allí a comer cada vez que pasaba”. La buena mujer, percibiendo la santidad del profeta, persuadió entonces a su marido para que hiciera un pequeño refugio para Elías con “una cama, una mesa, una silla y una lámpara, para que cuando venga pueda retirarse”. Pero esta generosa pareja no tenía hijos. Así que Elías la llamó y le dijo que concebiría un hijo y, efectivamente, lo hizo al año siguiente. No sólo eso, sino que años más tarde, cuando el hijo, ya mayor, tuvo una hemorragia y murió, Elías lo resucitó de entre los muertos.

¡Qué bendición es contribuir con la Iglesia y sus ministros! Aunque éstos nunca deben abusar de esta confianza y generosidad (que es, de hecho, lo que el siervo de Elías, Giezi, hará más tarde en otro episodio -con gran disgusto de Elías e incurriendo en un gran castigo por su pecado-), Dios bendice ricamente la generosidad de quienes dan de sus propios bienes para sostener la misión de la Iglesia.

Cómo se alegró Jesús de aquella mujer que derramó un costoso ungüento sobre su cabeza (ver Mt 26, 13). También vemos a varias mujeres que apoyaban a Jesús y a los discípulos “les servían con sus bienes” (Lc 8, 3).

Y en el evangelio de hoy Jesús no sólo alaba, sino que exige esta generosidad. No sólo hay que darle lo mejor, sino anteponerlo a todo vínculo familiar o personal. “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí”. No se trata de una exigencia irrazonable. Como Dios, Jesús tiene derecho a todo lo que tenemos y somos: Él nos lo dio en primer lugar. Pero lo pide por nosotros, no por Él. Sólo si se lo damos todo a Dios seremos felices.

Es insensato preferir la criatura al Creador. Por eso, el discipulado puede implicar pérdida, tomar nuestra cruz para seguir a Jesús, perder nuestra vida para ganarla. Pero todo lo que demos será recompensado al ciento por uno (ver Mc 10, 30). La mujer de Sunem recibió el don de la vida, un hijo, por cuidar de un profeta. Dios promete la vida eterna a los que le dan. Cada pequeño don es tenido en cuenta y recompensado. Como nos dice Jesús: “El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños, solo porque es mi discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa”. Dar a los ministros de Dios y a los pobres de Dios nos hará ganar “tesoros en el cielo” (Mt 6, 20).