Se cuenta que una vez, en Inglaterra, había una pareja que gustaba de visitar las pequeñas tiendas del centro de Londres. Una de sus tiendas favoritas era una en donde vendían vajillas antiguas. En una de sus visitas a la tienda vieron una hermosa tacita.

  • ¿Me permite ver esa taza?, preguntó la señora, ¡nunca he visto nada tan fino como eso!

En cuanto tuvo en sus manos la taza, escuchó que la tacita comenzó a hablar. La tacita le comentó:

  • ¡Usted no entiende! Yo no siempre he sido esta taza que usted está sosteniendo. Hace mucho tiempo yo sólo era un montón de barro. Mi creador me tomó entre sus manos, me apretó y me moldeó cariñosamente. Llegó un momento en que me desesperé y le grité: ¡Por favor, déjame en Paz! Pero sólo me sonrió y me dijo: “aguanta un poco más, todavía no es tiempo”.
  • Después me puso en un horno. Yo nunca había sentido tanto calor. Me pregunté por qué mi creador querría quemarme, así que llamé a la puerta del horno. A través de la ventana del horno pude leer los labios de mi creador que me decían: “aguanta un poco más, todavía no es tiempo”. Finalmente se abrió la puerta. Mi creador me tomó y me puso en una repisa para que me enfriara. “Así está mucho mejor”, me dije a mí misma, pero apenas sí me había refrescado cuando mi creador ya me estaba cepillando y pintándome. ¡El color de la pintura era horrible! Sentía que me asfixiaba. “¡Por favor, detente!” – le gritaba yo a mi creador, pero él sólo movía la cabeza haciendo un gesto negativo y decía: “aguanta un poco más, todavía no es tiempo”.
  • Al fin dejó de pintarme; ¡pero esta vez me tomó y me metió nuevamente a otro horno! No era un horno como el primero, sino que era mucho más caliente. Ahora sí estaba segura de que me sofocaría. Le rogué y le imploré que me sacara. Grité, lloré, pero mi creador sólo me miraba diciendo “aguanta un poco más, todavía no es tiempo”.
  • En ese momento me di cuenta de que no había esperanza. Nunca lograría sobrevivir a ese horno. Justo cuando estaba a punto de darme por vencida se abrió la puerta y mi creador me tomó cariñosamente y me puso en una repisa que era aún más alta que la primera. Allí me dejó un momento para que me refrescara.
  • Después de una hora de haber salido del segundo horno, me dio un espejo y me dijo: “Mírate. ¡Esta eres tú! Yo no podía creerlo. Esa no podía ser yo. Lo que veía era hermoso. Mi creador nuevamente me dijo: “Yo sé que te dolió haber sido golpeada y moldeada por mis manos, pero, si te hubiera dejado como estabas, te hubieras secado. Sé que te causó mucho calor y dolor estar en el primer horno, pero, de no haberte puesto allí, seguramente te hubieras agrietado. También sé que los gases de la pintura te provocaron muchas molestias, pero de no haberte pintado tu vida no tendría color. Y, si yo no te hubiera puesto en ese segundo horno, no hubieras sobrevivido mucho tiempo, porque tu dureza no habría sido la suficiente para que subsistieras. ¡Ahora tú eres un producto terminado! ¡Eres lo que yo tenía en mi mente cuando te comencé a formar!”

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Igual pasa con nosotros. Si damos permiso a Dios para que nos vaya modelando a lo largo de nuestra vida, tendremos que pasar por muchos momentos parecidos.

Modelar a una persona es mucho más difícil que trabajar el barro; pues el barro se deja, pero al hombre le cuesta. El trabajo de Dios durará toda una vida; pero, si somos valientes y no ponemos muchos obstáculos, Dios los irá venciendo poco a poco hasta que al final seamos una “obra maestra” a los ojos de Dios.

Dios nunca nos va a obligar a que vivamos algo que no podamos soportar ni tampoco permitirá que seamos probados por encima de nuestras fuerzas.

Así pues, si queremos que Dios modele un santo en cada uno de nosotros, tendremos que ser dóciles, humildes, valientes, confiados…; en una palabra, deberemos dejarnos trabajar. En los momentos duros, recordemos que nunca seremos probados por encima de nuestras fuerzas y que Dios es capaz de enderezar hasta el camino más tortuoso y curvado, pues para Dios nada hay imposible.

Así pues, cuando estemos en los momentos bajos de la vida, escuchemos lo que nos dice el Señor: “¡aguanta un poco más, todavía no es tiempo!” Y, después, dejémosle hacer. Llegará un momento en el que la obra ya estará acabada o casi acabada y entonces el Señor pondrá un espejo delante de nosotros para que podamos comprobar las maravillas que había hecho con nuestra torpe vida. En el fondo, esa es la historia de la vida de cualquier santo que tú y yo conocemos.