Érase una vez un famoso sultán nacido en Estambul a finales del siglo XV de nombre Solimán. Desde muy joven mostró grandes dotes para la guerra, el gobierno y la administración. Tanto fue así que le valió el sobrenombre de “El Magnífico”. Al final de su vida, cerca de 40 millones estaban bajo su mandato desde Turquía a Viena y desde el norte de África hasta Hungría y Belgrado. Gran parte del éxito de su empresa fue el haberse rodeado de grandes filósofos, poetas, científicos, administradores…

El relato de hoy se detiene en un momento de su vida en el que, debido a la conquista de tan grandes territorios, y necesitado de dinero para seguir costeando todas sus empresas, decidió buscar un “honrado inspector de hacienda”.

Así pues, detengamos momentáneamente nuestros comentarios y adentrémonos de lleno en el relato de hoy, que, aunque suene imaginario, tiene muchos visos de haber sido real.

Una mañana hizo llamar a su consejero más sabio para que lo ayudara a nombrar al inspector de hacienda con el fin de que lo ayudara a administrar y cuidar las grandes riquezas de lo que la historia conoció con el nombre de “El Imperio Otomano”. Guardemos silencio, escuchemos la conversación y analicemos los hechos que acontecieron en palacio ese día.

– ¿No hay ningún hombre honesto en este país que pueda recaudar los impuestos sin robar dinero? – se lamentó un sultán.

Acto seguido llamó a su consejero más sabio y le explicó el problema.

 – Alteza, anunciad que buscáis un nuevo recaudador, dijo el consejero, y dejadme a mí el resto.

Se hizo el anuncio y aquella misma tarde la antecámara del palacio estaba llena de gente. Había hombres gordos con trajes elegantes, hombres delgados con trajes elegantes y un hombre con un traje sencillo y digno, pero bastante pobre si lo comparábamos con los atuendos de los demás.

Los hombres de los trajes elegantes se reían de él, diciendo:

– El sultán, por supuesto, no va a seleccionar a un pobre como su recaudador – dijeron todos.

Por fin entró el sabio consejero a la cámara donde se habían reunido los candidatos al importante y deseado cargo.

– El sultán os verá a todos en seguida – dijo -, pero tendréis que pasar de uno en uno por el estrecho corredor que lleva a sus aposentos.

El corredor estaba oscuro, pues el calor era tan notable durante esa época del año que era el único modo de mantener las estancias relativamente frescas. Para no tropezarse, los candidatos tuvieron que ir palpando con sus manos para encontrar el camino.

Por fin, todos los convocados y el consejero sabio se reunieron ante el sultán.

El hombre sabio dijo:

– Pedid que bailen todos.

Al sultán le pareció extraña aquella medida, pero accedió y todos los hombres empezaron a bailar.

– Nunca en mi vida he visto unos bailarines tan torpes – dijo el sultán – soltando una estruendosa carcajada. Parece que tienen los pies de plomo.

Sólo el hombre pobre pudo saltar y bailar con gracia. Al cabo de unos minutos, el sabio detuvo el baile y dijo:

– Este hombre es vuestro nuevo recaudador – dijo el sabio, señalando al hombre pobre -. Llené el corredor de monedas y joyas y él fue el único que no llenó sus bolsillos con las joyas robadas. Es el único que ha sabido tener las riquezas al alcance de la mano y no apoderarse de ellas, pues no eran suyas.

El sultán había encontrado un hombre honrado.

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Hoy día parece que se ha perdido el sentido común a la hora de elegir personas para desempeñar ciertos cargos y se pone a un ladrón para sea alcalde, a un asesino para que sea jefe de policía o a un incrédulo para que guíe a otros en el camino de la fe.

Para desempeñar algunos roles en la vida son precisas ciertas virtudes esenciales: por ejemplo, la honradez si el dinero va a pasar por tus manos; la ciencia profunda, si vas a tener que enseñar a otros; la valentía, si tu papel va a ser difícil y peligroso. Hay una vocación en la que son convenientes muchas virtudes: el sacerdocio. Para ser un buen sacerdote necesitarás tener una fe probada, ser honesto, valiente, sincero, casto, trabajador…, y de todas ellas, la más importante será estar enamorado de Cristo. Si no le amas con locura, ¿cómo vas a incendiar de amor el corazón de otros?

Solimán demostró con su elección ser un gobernador sabio; en cambio parece que la Iglesia no encuentra a santos y sabios hombres para que guíen a su pueblo. Si para las cosas de este mundo, al fin y al cabo pasajeras, ponemos tanto cuidado, ¿por qué no ponemos el mismo cuidado, e incluso más, para las cosas que miran a Dios?

Y es que como ya nos dijo Jesucristo:

“El amo alabó al mayordomo infiel de haber obrado sagazmente, pues los hijos de este siglo son más avisados en el trato con los suyos que los hijos de la luz” (Lc 16:8).