Las arañas desde que nacen tienen que valerse por sí mismas y buscarse la vida. Uno de los primeros medios de desplazamiento que tienen, además de ir andando de un lugar a otro, es el de soltar un hilo de seda que segregan en su abdomen; y así, colgadas por el hilo y movidas por el viento, van “volando” de un lugar a otro.

Pues bien, el cuento de hoy va sobre una araña recién nacida que, movida por un fuerte viento, fue a parar a un bosque lejano, y el hilito que pendía de su abdomen se enredó en la copa de un árbol muy alto. Como estaba anocheciendo, se acurrucó debajo de la hoja de una rama y allí pasó la noche.

Por fin se hizo de día. Los primeros rayos de sol iluminaron todo el bosque. Nuestra arañita, después de estirar las ocho patas y hacer unos pequeños ejercicios gimnásticos, pensó que era ya hora de tomarse un suculento desayuno. Como se encontraba en lo alto del árbol, comenzó a descender emitiendo un largo hilo de seda; y así, en pocos segundos, llegó al suelo. Ató el hilo del que iba colgada al pie del árbol y comenzó a tejer una trampa para cazar algún insecto despistado.

Tiró un hilo hasta un arbusto cercano uniéndolo al que había utilizado para bajar; después otro, entrecruzándolo hasta una roca, y después otro más hasta unas raíces cercanas. Hecho el marco de lo que comenzaba a ser su tela de araña, tiró otros hilos empezando desde el centro, como si fueran los radios de una rueda de bicicleta. Y después, dando vueltas y vueltas en espiral fue tejiendo una finísima y preciosa telaraña. Una vez terminada su trampa, fue corriendo a esconderse.

No tuvo que esperar por mucho tiempo, pues enseguida notó que algo vibraba, enredado en la telaraña. Era una mosca casi recién nacida. Con rapidez saltó de su escondite y en un santiamén, la mosca pasó a mejor vida.

El día pasó raudo. Varias fueron las incursiones de caza. Antes de que se diera cuenta, el sol desaparecía por el horizonte, y pocos minutos después la oscuridad se apoderó del bosque. Para evitar los peligros nocturnos, y más en este lugar desconocido, usando el hilo maestro por el que había descendido al amanecer, subió a lo alto del árbol para pasar la noche.

A la mañana siguiente bajó otra vez para cazar y comer. Así estuvo muchos días hasta que un atardecer, sintiéndose segura y sin miedo, decidió pasar la noche junto a su red y ahorrarse subir a la copa del árbol. Como no pasó nada malo, se estableció definitivamente allí. Los días fueron pasando. Nuestra arañita iba creciendo sana y robusta; se sentía muy lista y feliz. Cada día estaba más gorda y peluda.

Vivió tanto tiempo a ras del suelo que olvidó para qué servía el primer hilo que un día había tirado de lo alto del árbol y del que pendía toda la telaraña; así que, sin pensárselo dos veces, un día que estaba reparando la telaraña, al ver aquel hilo viejo, fue y lo cortó. En ese mismo momento toda la telaraña se le vino encima, y con ella, los esqueletos de todos los incautos que había comido desde que tendió su tela. Atrapada en la misma tela pegajosa que le había servido a ella misma de trampa para cazar, y agotada por el esfuerzo y el calor, se fue sintiendo cada vez más débil hasta que al final murió.

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Nosotros somos también como esta pequeña araña: nuestra vida depende de un hilo maestro que nos permite volver a lo Alto y allí sentirnos seguros y en paz. Ese hilo de la vida es nuestra fe.

Cuando éramos muy pequeños, nuestros padres nos llevaron a la Iglesia y a través del Bautismo establecimos una conexión con Dios. Los años fueron pasando y los sacramentos, la oración, los sacrificios, las buenas obras… ayudaban a mantenernos siempre unidos a Aquel que nos daba la vida. Pero un buen día, creyéndonos ya seguros de nosotros mismos y pensando que ese hilo nos coartaba la libertad para movernos a nuestro antojo, decidimos cortarlo. Con ello, y sin apenas darnos cuenta, todo el entramado de nuestra vida se vino abajo; y, poco a poco, atrapados y enredados en nuestra propia telaraña, vimos cómo se derrumbaban nuestras ilusiones y sucumbían nuestras fuerzas. Algunos, agotados y desanimados, se dejaron morir.

¡Cuántas personas, sintiéndose seguras de sí mismas, deciden cortar con lo Alto, deciden seccionar el hilo del que suspende toda su existencia y con ello su vida corre peligro! Cuando el hombre corta con Dios, sus leyes dejan de tener sólido fundamento y entonces oscilan y cambian sometidas a los vaivenes de la política que gobierna o de la sociedad que más grita.

Si la araña sesga el hilo del que ella misma suspende, sólo puede esperar la muerte; pero el hombre, aun atrapado en su propia telaraña y en estado agónico, siempre tiene el recurso de clamar a lo Alto, para que desde allí le lancen un nuevo hilo maestro que le ayude a recuperar su libertad, su alegría y, en el fondo, su vida.

Hace tiempo que la sociedad humana cortó con su Creador: sólo queda un pequeño resto que, reconociendo sus deficiencias y sus necesidades, sigue orando a lo Alto y clamando al cielo: ¡Ven, Señor Jesús!