Comentario al XXX Domingo del Tiempo Ordinario
Los fariseos y los saduceos eran dos grupos dentro de Israel en la época de Jesús que tenían visiones radicalmente opuestas del judaísmo. Como aprendemos más tarde de los Hechos de los Apóstoles: “(Los saduceos sostienen que no hay resurrección ni ángeles ni espíritus, mientras que los fariseos admiten ambas cosas)” (Hch 23, 8). Los saduceos eran como los liberales modernos: creían muy poco y eran muy mundanos. Pero habían conseguido ocupar los puestos más altos de la vida de Israel en aquella época. Los saduceos eran la clase sacerdotal y de ellos procedía el Sumo Sacerdote. Los fariseos pretendían ser un movimiento reformista dentro de Israel con un profundo apego y celo por la Ley. Pero este celo les llevó a la rigidez e incluso al fanatismo. Podría parecer sorprendente que Jesús fuera más duro con los fariseos. ¿Por qué no atacó a los mundanos y corruptos saduceos? Probablemente porque pensaba que había pocas esperanzas de que se convirtieran. Pero la fuerza de las reprimendas de Cristo contra los fariseos sugiere que pensaba que había una posibilidad de que al menos algunos de ellos se convirtieran. De hecho, el converso más famoso de todos, San Pablo, era fariseo.
Muy de vez en cuando, a pesar de su oposición general entre ellos, se aliaron contra Jesús. En el evangelio de hoy nos enteramos de cómo los fariseos, al oír que Jesús había hecho callar a los saduceos, “se reunieron” para intentar pillarle, para “ponerlo a prueba”. La misma palabra, “probar”, se usa para la tentación del diablo a Jesús en el desierto. Le preguntaron a Jesús cuál era el mayor de los mandamientos. En aquella época había discusiones sobre esta cuestión entre las diferentes escuelas rabínicas. Pero al igual que en la tentación sobre pagar o no impuestos al César, la respuesta de Jesús va al fondo de la cuestión, al principio esencial. Basándose en la revelación del Antiguo Testamento, Nuestro Señor enseña que el primer mandamiento es amar a Dios sobre todas las cosas y el segundo, su semejante, es amar al prójimo como a uno mismo. La respuesta no es seguir una regla concreta, sino el amor que inspira las reglas.
Por supuesto, el amor llevará a realizar determinadas acciones buenas y a evitar las malas. La primera lectura esboza una serie de malas acciones que hay que evitar: tratar mal a los extraños, tratar con dureza a los huérfanos y a las viudas, exigir intereses excesivos, etcétera. El amor no hace daño y ciertamente se esforzará por mantenerse alejado de las malas acciones. Pero el acento debe ponerse en el amor al que aspiramos, no en la norma a seguir. Es una distinción sutil pero importante: la búsqueda del amor no significa abandonar todas las reglas. No es ceder a la permisividad: de hecho, algunas supuestas formas de amor no son verdadero amor en absoluto. Se trata más bien de una cuestión de prioridad, de qué pretendemos realmente en cada acto: amar o seguir una norma. El objetivo último debe ser actuar con amor, no solo correctamente.