Cuentos con moraleja: “El amor es más fuerte que la muerte”
Hace tan solo unos días, se cumplían diecinueve años de mi vuelta a España después de haber estado casi catorce en las américas intentando ser “otro Cristo” ante las gentes a quienes Dios me había encomendado. Fueron años maravillosos. Los cinco primeros, en una parroquia gigantesca con cerca de 100.000 habitantes que se encontraba en uno de esos nuevos barrios que crecen en el extrarradio de las grandes ciudades. Ese fue mi primer amor, como les ocurre a la gran mayoría de los sacerdotes recién ordenados. De esa parroquia guardo grandes recuerdos y muchos amigos; entonces jóvenes, ahora ya mayores y con hijos, y que ocasionalmente todavía me escriben para contarme cómo les va la vida.
Y los últimos nueve años, en la otra América, la del Norte, donde realicé un trabajo más difícil y donde me encontré con gente más variopinta: desde conversos a drogadictos y desde católicos de la nueva ola a fieles a la Iglesia de siempre. De esos nueve años recuerdo con un especial cariño los últimos cinco. Fui destinado a una iglesia que había sido cerrada al culto y que poco a poco fuimos levantando. Una iglesia que la diócesis dedicó a la Adoración Perpetua del Santísimo. De ella tengo recuerdos tan íntimos y personales que prefiero que sigan siendo sólo por Dios conocidos. Se puede decir que fueron cinco años en los que gocé del cielo aquí en la tierra. Ahora sé que fue un truco que Dios utilizó para recargarme espiritualmente, pues era imposible que yo me pudiera imaginar lo que me esperaba después.
Después de casi quince años fuera de España, volvía a mi madre patria. Mi primera impresión fue totalmente negativa. Yo pensé: esta no es mi España, la España que yo me dejé quince años atrás. A los pocos días el obispo me destinó a una zona rural, tiempo atrás bastante poblada, donde con el paso de los años los más jóvenes se habían marchado buscando la suerte en ciudades más grandes. De una asistencia a Misa de cientos pasé a ocho, diez o a lo sumo veinte personas (si era Misa de funeral). En medio de este erial, en todos los sentidos, al cual Dios me había mandado, ocasionalmente me encontraba con alguna persona con profundos sentimientos religiosos: Damián el del bar y su mujer; Pilar, la suegra del pedáneo…, y de entre todos ellos sobresalía una pareja: el matrimonio que será hoy el centro de nuestro relato.
Esta es la historia de un matrimonio sencillo y muy peculiar. De sus nombres, mejor hagamos un discreto silencio pues a la virtud le gusta ser anónima, sólo diremos que tanto él como ella tenían nombres de reyes santos. Ambos dos nacieron poco después de la Guerra Civil Española en dos pueblos costeros del Levante español.
Él conoció los orígenes del pueblecito donde luego el matrimonio viviría durante toda la vida. Era de familia campesina relativamente acomodada. Hombre tranquilo y sereno, con esa sabiduría que da la virtud. Desde bien joven le tocó jugar el papel de ser lazo de unión entre vecinos de bandos contrarios. Su virtud conseguía que en un lugar donde unos eran de izquierdas y otros de derechas fueran capaces de trabajar juntos e ir levantando, sobre un campo agreste, lo que más adelante llegaría a ser lo que es hoy, un pequeño pueblo. Un pueblecito con muchas expectativas, pues el lugar que ocupa en la costa mediterránea le promete un futuro realmente halagüeño.
Ella, de familia bastante acomodada, nació en uno de los pueblos más grandes de la provincia. Un pueblo bellísimo, iluminado por el sol mediterráneo y bendecido por Dios con unos paisajes naturales sin comparación. Por ser la mayor de los hijos, desde muy joven le tocó hacer de hija y casi también de madre. Ella era el paño de lágrimas de todos. Con una sensibilidad especial para captar el sufrimiento ajeno, y todavía mayor, para amar a los que sufrían. Parece como que Dios la iba preparando para lo que iba a ser su futuro. Desde muy joven demostró un gran amor por los niños y una inclinación natural por la enseñanza. Antes de cumplir los veinte, tuvo que abandonar a su familia, a sus amigos y a su querido pueblo, para marcharse a la capital y comenzar sus estudios de magisterio.
Los azares y casualidades de la vida hicieron que un día él y ella se encontraran. Desde el primer momento se dieron cuenta de que estaban hechos el uno para el otro. Poco tiempo después recibían la bendición de Dios y se marchaban para comenzar una nueva vida ahora ya juntos.
Fue voluntad de Dios que no tuvieran hijos, pero tanto el corazón de él como el de ella les llevaron a preocuparse mucho por los más necesitados. Él, siendo todavía muy joven, debido a su honestidad y buen hacer, fue llamado a ocupar durante bastantes años el cargo de director de un banco de renombre en una ciudad cercana a donde vivían. Ella, acabado el magisterio, se dedicó durante más de cuarenta años a la enseñanza de párvulos en un principio en la ciudad donde él trabajaba y más adelante en la escuelita que hicieron en el incipiente pueblo donde vivían. Niños entre los cuatro y los diez años llenaban en un número que se acercaba a los cuarenta la única aula que tenía la escuelita. Ella, una maestra de las antiguas, lo mismo enseñaba matemáticas o geografía que les explicaba historia sagrada o preparaba a los niños para la primera comunión. Él, hombre de gran corazón y con una cara que invitaba a pedirle ayuda, pronto fue conocido por todos y a él acudían para solicitar un préstamo del banco para empezar un negocio o para arreglar la casa; y en algunas ocasiones, cuando las personas no tenían crédito y un préstamo bancario era imposible, él mismo les dejaba el dinero que les hacía falta sin cobrar ningún interés a cambio.
Pero lo más maravilloso de este matrimonio era el amor que se profesaban. Desde el momento en que el sacerdote les dijo: “lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”, siempre estuvieron juntos. Cuando ella tenía que ir a la peluquería, él la llevaba en coche. Cuando él tenía que llevar el coche a reparar, los dos iban al taller. Si salían a pasear, siempre iban juntos. Si iban a la Iglesia, nunca iba el uno sin el otro. Lo único que los separaba eran las horas de trabajo; aunque a decir verdad permanecían juntos pues una fotografía del otro siempre les acompañaba en la mesa del despacho.
Con el paso de los años, lo que en un principio era un amor bendito se fue transformando en una auténtica soldadura, de tal modo que era imposible ver al uno sin el otro. A todos nos llamaba la atención la perfecta unión que tenían. Nunca se les vio discutir ni se supo que en alguna ocasión hubieran tenido una desavenencia. Con el tiempo, la madre de ella se vino a vivir a la casa y él pasó a ser un hijo más. Cuidaba con cariño y profundo respeto a la suegra; y la suegra, mujer muy educada y santa, supo ocupar su lugar y nunca ser obstáculo en el matrimonio.
Los años fueron pasando muy rápidamente. No sé si a ustedes les ocurrirá lo mismo, pero los primeros diez años de un niño transcurren lentamente; pero cuando uno alcanza los sesenta, los días pasan raudos y antes de que te des cuenta ha pasado un año más.
También para este matrimonio los años pasaron rápido. Vi cómo él y ella llegaban a la jubilación; él por la edad y ella por años de servicio. Él tenía que abandonar el banco y ella, dejar a sus queridos niños. ¡Cuántos niños! Unos niños que se habían transformado en los hijos que nunca tuvo y que ahora recuerda con cariño cada vez que repasamos los álbumes de fotos.
Pero con la jubilación se acabó la paz, si es que alguna vez la habían tenido. Él comenzó a enfermarse y a tener que estar casi más tiempo dentro que fuera del hospital. Y junto a él, siempre ella, que permanecía callada, serena, feliz y sufriente. Allí se quedaba días y semanas enteras junto a la cama sin apenas poder descansar.
Si un domingo nos les veía en Misa, preguntaba a los vecinos, pero ninguno sabía a ciencia cierta dónde estaban, pues la vida de esta pareja era tan discreta y desconocida como lo es la auténtica virtud.
Parece ser que Dios ya tenía escrito el destino de este hombre y es que a los santos los suele pasar por el crisol los últimos años de sus vidas. Cuando Dios se fija en una persona y ésta se deja amar, la cruz siempre le acompaña. Una cruz de purificación que tendrá que cargar hasta cuando Dios le llame para unirse definitivamente con Él en su gloria.
Un día, hace como unos cinco años, él fue diagnosticado de una enfermedad crónica y severa; en realidad era un proceso que venía sufriendo calladamente durante los últimos años y del que ni su esposa se había enterado. Todo quedaba reducido: “Mañana te lo hago, pues ahora estoy muy cansado”. En esta ocasión, al sentir ella que su esposo estaba grave, acudió a mí para que yo fuera su paño de lágrimas. Yo intentaba disimular mi preocupación e intentaba hacerle creer que la cosa no era tan seria; y, a decir verdad, yo también así lo pensaba, pues había conocido casos parecidos que habían sido capaces de vivir durante muchos años.
Hace tan solo dos años, el matrimonio desapareció durante varios días. Yo pensé: habrán vuelto al hospital, pero esta vez marcharon dos y sólo volvió uno. Al día siguiente celebraba el sepelio.
La esposa, fuerte por fuera, pudo mantener la compostura, pero días después, cuando fui a verla, parecía más muerta que viva. Y en realidad así era, pues “su vida”, aquel que era “su vida”, había muerto. Después de casi cincuenta años de matrimonio, él ya no estaba. Sólo le quedaba el recuerdo y la confianza de que se había ido con Dios.
La vida de esta mujer nunca había sido fácil, pues debido a su extrema sensibilidad las personas acudían a ella buscando un paño en donde enjugar sus lágrimas, pero ahora era ella la que tenía que pasar por un trance muy especial: sin marido, sin hijos, sin trabajo, sin niños…, sólo la fe, que en situaciones tan difíciles también tiene momentos de oscuridad.
Con el paso del tiempo la herida comenzó a sanar y mi labor fue hacerle vivir una nueva vida; una vida ya sin su esposo, pero con Cristo. Él tendría que llenar el hueco dejado por su marido. No era tarea fácil, pues aunque ella era buena no era mujer de meditación diaria; y, si tengo que decir toda la verdad, todavía no he conseguido que sea Cristo su nuevo esposo.
Me quedaba un último intento, decirle que la necesitaba en la parroquia para dar catequesis a los niños. Fue esto lo que le hizo volver a respirar y a dibujar de nuevo una sonrisa en su rostro. Parece como que Dios me iluminó para saber encontrar la medicina adecuada.
Ahora es mi mejor catequista; los niños le adoran y ella lo sabe. No obstante, yo sé muy bien que la procesión va por dentro. Sin ir más lejos, hace unos días, cuando acabó la Misa y todas las personas se habían marchado, iba a cerrar la Iglesia cuando la veo sentada en el último banco. Le miro y sin decirme nada le leo el pensamiento. Yo sé muy bien lo que quería decirme:
- – Padre, mi esposo hace dos años que se murió.
Me senté junto a ella y con voz entrecortada me dice:
- – Padre, ¡cuánto tiempo más me va a tener Dios aquí! ¿Por qué no me lleva?
A lo que yo le respondí:
- – Eso es cosa de Dios. De momento no haga planes pues yo le necesito.
Ella sabe muy bien que la muerte le separó de su marido, pero también me ha oído a mí decir que aquellos que se han amado en esta vida, si mueren con Cristo, se volverán a encontrar en la otra. Y eso es lo que ella espera ansiosamente. Sabe que el amor es más fuerte que la muerte y las muchas aguas nunca lo podrán apagar (Cantar 8:7).