En estos días santos he estado meditando de un modo más especial en los sentimientos que pudo tener Cristo durante su Pasión y Muerte: dolor físico, rechazo de sus Apóstoles, abandono de su mismo Padre…

Fue San Pablo quien nos dijo: “Tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús”. Y la verdad, hay algo en estas palabras que me resulta muy difícil imitar. ¿Soy yo capaz de decir desde mi cruz: ¡Padre!, perdónalos, porque no saben lo que hacen.

Cuando yo me desvivo por los fieles que Dios me ha encomendado y veo su pobre respuesta y sí frialdad, por no decir su apatía e indiferencia, me dan ganas de mandarles a todos a paseo. Son sentimientos muy humanos que tengo que controlar y que vosotros, aquellos que sois padres, habréis tenido en multitud de ocasiones al ver que vuestros sufrimientos y trabajos sólo dan como aparente resultado el desagradecimiento y el rechazo de vuestros hijos.

Un día, le abría mi corazón a mi director espiritual y le manifestaba mi fracaso y mi desánimo al no ver fruto a tantos años de apostolado y él me decía:

  • Recuerda la parábola del sembrador. Uno siembra, pero es otro el que recoge. No te preocupes si no ves el fruto. El bien que tú hagas Dios lo hará fructificar donde sea más necesario. Puede que tú nunca lo veas, pero ten por seguro que todo ese bien no cae en saco roto.

Estas palabras me consolaron por un tiempo; pero el demonio, que es muy astuto, siempre retorna con la misma tentación, aunque ahora con un disfraz diferente.

Estos días santos, estaba yo un poco triste al ver la poca asistencia a los Oficios litúrgicos del Triduo Santo cuando, estando solo delante del Santísimo, se me ocurrió abrir un libro que había llevado por si el Espíritu no soplaba y abriendo una página al azar me encontré con la respuesta de Dios.

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Estaba en la peluquería arreglándome pelo, uñas… en fin, todas esas cosas que cuidamos las mujeres tal vez más cuando los años nos van pesando. Casualmente estaba sentada a mi lado Carmen, una antigua profesora de mi hija a la que hacía muchos años que no veía.

Comenzamos a conversar. Ella estaba preocupada porque tenía las caderas desgastadas y la tenían que operar para colocarle una prótesis. Gracias a Dios, le pude dar ánimos porque los pasados tres años me habían realizado esa misma intervención en las dos caderas, y aunque lo había pasado mal, -extremo este que no mencioné- los resultados habían sido satisfactorios.

Cuando Carmen se disponía a marcharse, tomó su bolso, se me acercó para despedirse y me dijo:

  • Desde hace 30 años rezo a San José por ti y por tu familia.

Yo me quedé muy extrañada, pues en un principio no sabía a qué se refería. Le di las gracias más bien por cortesía, que no movida por un auténtico agradecimiento, ya que no recordaba los hechos. Desde pequeña siempre le había profesado una gran devoción a este santo, devoción que mi madre difunta se había preocupado de inculcarme.

Ante mi sorpresa Carmen me fue refrescando la memoria.

  • ¿No te acuerdas de que recién llegadas aquí nos encontramos por primera vez en la cola para pagar los vestidos de colegio de nuestras hijas?

Empecé a recordar. No nos conocíamos de nada. Ni por supuesto me podía imaginar que con el tiempo llegaría a ser profesora de mi hija.

– Me faltaban cinco dólares para pagar lo que me llevaba. Tú te diste cuenta, te acercaste y me los diste.

– ¡Dame tu dirección para devolvértelos! – te dije. Y tú me contestaste:

– Pero si no es nada. No vale la pena, no te preocupes.

Recordaba vagamente el hecho, pero en absoluto lo que me dijo después:

  • Los echaré en el cepillo que hay junto a la imagen de San José en la parroquia.

Lo que nunca pude imaginar es que ella, cada vez que visitaba esa imagen, en realidad, cualquier imagen de San José, se acordaba de ese pequeño detalle que tuve y rezaba por mí y por mi familia. ¡Y eso durante 30 años!

Cuando llegué a casa no pude menos que ponerme a llorar y comentarlo con mi esposo. ¡Nos habían ocurrido tantas cosas en esos treinta años! ¡Tantos problemas! ¡Tantas situaciones difíciles! ¡Tantos callejones aparentemente sin salida!

¿Cómo podemos saber quién está detrás de las gracias que Dios nos concede? ¿Qué oraciones le han arrancado un favor de su corazón misericordioso? Y eso es algo muy antiguo que la Iglesia llama “Comunión de los santos”. Esa economía misteriosa por la que nos ayudamos unos a los otros, tanto si estamos en el Cielo, en el Purgatorio o aún en la tierra.

Maravillosa realidad, oculta por la cortina del misterio, que de vez en cuando se descorre para que podamos admirar los designios de Dios.

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Todo árbol bueno siempre da fruto, pero, a veces, Dios nos priva de su contemplación. Probablemente para que no nos creamos que son el resultado de nuestro buen hacer y con ello perdamos todo el mérito. Pero el fruto está ahí y con el fruto, el mérito. Un mérito que nos coloca más cerca de Aquél a quien hemos dedicado nuestra vida.

Mi fruto son ustedes. Un fruto que probablemente yo nunca llegaré a ver con mis propios ojos, pero que Dios conoce y tiene en cuenta. Y que un día, como en la historia que les he relatado, Dios me hará saber.

No en vano el mismo Jesucristo nos dijo: “Os he puesto para que vayáis y deis fruto, y para que vuestro fruto permanezca” (Jn 15:16).