Cuentos con moraleja: “La delicadeza del amor verdadero”
Uno de los conceptos más manipulados y tergiversados de nuestra cultura actual es el del amor. Ya no se entiende el significado del amor sacrificado, limpio, delicado. Hoy día el amor tiende a estar cargado de sensualidad y egoísmo, y no hay nada más ajeno al amor que esos pecados.
Una chica cree que no será capaz de atraer a un hombre si no reviste su “amor” de sensualidad o de vulgaridad. Como decía el Pseudo-Dionisio, el bien tiene la propiedad de difundirse por sí mismo [1], no necesita ningún otro aditamento. Y el amor es el bien supremo. Cuanto más puro sea el amor, más capacidad de atracción tendrá. Este es el motivo por el cual nos atrae tanto contemplar una imagen de Cristo crucificado, pues fue en la cruz donde Cristo nos demostró el supremo amor (Jn 15:13).
Hace bastantes años conocí un hecho trágico que había ocurrido a una familia cercana y que muestra perfectamente la delicadeza del amor auténtico.
Carmen, una mujer relativamente joven y madre de seis hijos, murió a consecuencia de una leucemia aguda sin tener apenas tiempo de recibir tratamiento alguno. Su marido, viajante de comercio, pasaba más tiempo en la carretera que con sus hijos, pues tenía que proveer para muchas bocas. La tía Rosa, hermana soltera de Carmen, tuvo que hacerse cargo de los niños a la muerte de su madre.
Por aquel tiempo Rosa tenía cerca de treinta años. Estaba acabando una especialidad en medicina y tenía planes de casarse con su novio nada más terminar. La muerte de su hermana y la situación en la que quedaron los niños la obligó a abandonar sus estudios para encargarse de aquella patulea y de su cuñado desarbolado por la situación. Podemos decir que, movida por el amor a esos niños y a su difunta hermana, postergó su futuro, incluso a su novio, y se entregó a otro amor menos personal y más sacrificado.
Recuerdo que había en aquella mujer algo que me desconcertaba: una extraña mezcla de cariño y distancia. Se volcaba en atender a sus hijos-sobrinos, pero dejaba siempre en el fondo una especie de distanciamiento que hacía que fuese amada siempre con reparos. Al principio, a decir verdad, yo no terminaba de entender esa actitud.
Tuvieron que pasar algunos años y llegar yo a ser sacerdote para que un día ella me confesara que era sincera cuando quería a los niños y tenía que hacer de actriz para mantener una cierta distancia.
- Porque-me explicó ella-, una tía debe suplir a una madre, pero nunca sustituirla.
Descubrí que la tía Rosa tenía miedo a que sobre todo los más pequeños llegaran un día a quererla tanto que olvidaran a su verdadera madre. Por ese motivo, se entregó a aquella especie de doble juego en el que, al mismo tiempo que mantenía el fuego sagrado del amor en la casa, dirigía el corazón de los niños hacia la madre ausente. Eso la obligaba a mantener una cierta distancia para que sus sobrinos no la quisieran demasiado.
Yo aprendí mucho de aquella mujer porque, precisamente como sacerdote, sé muy bien que nosotros hemos de vivir esa misma tensión: transmitir el amor de Cristo, pero cuidando mucho de que las personas dirijan su amor hacia Él y no hacia el mensajero.
No olvidaré nunca aquella escena de una novela de Bernanos en la que el sacerdote consigue llegar al corazón de una mujer y cuando ella, arrepentida de sus pecados, le dice:
- A usted me entrego.
El sacerdote le responde:
- ¿A mí? Es como si echara usted una moneda en una mano agujereada.
Un sacerdote, lo entendí entonces, es exactamente una mano agujereada. Las monedas de amor o de arrepentimiento que alguien nos entrega caen siempre en las manos que hay debajo de las nuestras: las de Dios. Y es que el auténtico amor es siempre sacrificado, delicado y puro.
[1] Se atribuye al Pseudo-Dionisio: “Bonum est diffusivum sui”.