Cuentos con moraleja: “Maravillosas criaturas de Dios”
Cuando a los doce años el profesor de matemáticas comenzó a enseñarnos el álgebra en tercero de bachiller, recuerdo que mi primera experiencia fue realmente traumatizante. Números que ya no eran números sino letras. Números que bailaban de un lado al otro de la ecuación y que nos obligaban a cambiarles de signo sin entender por qué. Todo era nuevo, diferente y en un principio, incomprensible. A los pocos meses, aquello que no conseguía entender de ningún modo y que me obligaba a aprenderlo de memoria fue adquiriendo sentido. Pasando un año, el álgebra fue la parte de las matemáticas que más me gustó.
La vida no es muy diferente. Al principio nos cuesta entender los “porqués”. Pasando el tiempo se enciende una luz que nos hace capaces de entenderlo todo o casi todo. El tiempo que necesite cada uno para entender los “porqués” de la vida será el tiempo que cada uno precisará para llegar a descubrir lo maravillosa que es.
¿Qué luz especial necesitamos? ¿Cuándo empezamos a entender la vida? Cuando descubrimos y aceptamos que somos criaturas de Dios: “maravillosas criaturas en las manos de Dios” (Gen 1: 26-31; 2: 15-17).
El hombre de hoy no quiere oír hablar de ello, prefiere darse a sí mismo las leyes y no depender de un Creador. Lo que muchos califican de un triunfo y un avance para el hombre no es sino un fracaso. La ley ya no tiene como principio “el bien” sino “mi conveniencia” y dado que no se pueden dar leyes que satisfagan a todos hay que buscar un mínimo común que los hombres estemos dispuestos a aceptar. Pero las leyes que se dieron hace cincuenta años probablemente ya no convencerán a los hombres de hoy, por lo que las tendremos que estar modificando continuamente. Con ello caemos en el Positivismo legal.
Y lo mismo que ocurre con la ley, pasa con la verdad. Ya no se admite “la verdad tal cual”, sino que todo queda reducido a “mi opinión”. En otras palabras, dejamos de admitir la existencia de la verdad en sí y preferimos que sea el hombre quien determine lo que es verdadero o falso dependiendo de cada época, momento y situación. Con ello caemos en el Relativismo.
Y como consecuencia lógica, lo mismo ocurre con el dogma. Puesto que no se admite la “verdad”, tampoco se admiten las “verdades dogmáticas”, sino que estas van cambiando según la cultura, la época, etc…, por lo que la Iglesia las tiene que ir cambiando y adecuando continuamente. Con ello hemos destruido la Revelación.
Cuando el hombre deja de aceptar que es “criatura” de Dios, antes o después se llega al caos y con él, a la destrucción del mismo hombre. Desgraciadamente esto es lo que está ocurriendo hoy día.
Hace unos días cayó en mis manos un cuento que expresa con gran sencillez lo que les estoy intentando transmitir.
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Había una vez un pincel que era la admiración de los demás pinceles y herramientas del pintor. Con él habían sido pintados cuadros muy famosos y bellos. Cuando el pintor tenía que realizar una obra importante siempre acudía a él. Sus suaves cerdas eran las que más finos y delicados trazos dibujaban sobre el lienzo. Esto llenaba de orgullo a nuestro pincel, que solía pasearse por el taller mirando por encima del hombro a las demás herramientas, puesto que se sabía el mejor.
Cierto día, un viejo plumín de tinta china, envidioso porque nuestro amiguito era el centro de atención del taller, sembró en él la cizaña. Cuando ambos dos estaban solos, le dijo:
-Te crees muy bueno, pero lamento decirte que tú solo no vales nada. Jamás decides tú qué es lo que pintarás o qué colores utilizarás, sino que eres un simple esclavo del pintor, que es quien te usa como considera oportuno.
Esto inquietó a nuestro amigo, quien empezó a pensar:
-¿Será verdad lo que el plumín ha dicho? ¡No! El pintor es bueno, pero ¿y si es así? ¿Qué derecho tiene el pintor a hacer conmigo lo que le plazca? Si yo soy el que se ensucia y desgasta, ¿por qué ha de llevarse él los laureles y no yo?
Al día siguiente, cuando el pintor lo tomó en sus manos para seguir trabajando, decidió que sería él quien dictaría los trazos. Así, cuando el pintor quería dibujar una línea, el pincel hacía fuerza para trazarla en otra dirección. Cuando el pintor quería elegir un color, él se adelantaba y usaba otro. El pintor no sabía qué estaba sucediendo. Luego de varios intentos fallidos, y viendo que no podía controlar el pincel, lo dejó a un lado y tomó otro para hacer su obra.
Esto puso aún más furioso a nuestro pincel:
-¿Quién se cree que es ese pintor para cambiarme a mí por un pincel cualquiera? ¡Ahora mismo me pongo yo solo a pintar!
Y así lo hizo. Se puso delante de un lienzo con varios tubos de pintura y comenzó a pintar.
Todos observaban absortos al insumiso pincel, incluso el pintor dejó su trabajo y contempló extrañado lo que estaba ocurriendo. Unos minutos después, el pincel se separó un poco del lienzo para contemplar su obra, mientras que el resto de útiles de pintura comenzaron a reírse y a burlarse de él. Los maravillosos trazos que salían de él cuando era manejado por el pintor ahora habían quedado reducidos a colores mezclados sin orden ni belleza. Avergonzado y frustrado, el pincel se retiró a llorar. Había hecho el ridículo.
Entonces el pintor tomó el pincel en sus manos y le dijo:
-Querido amigo, yo sé que tú eres el mejor, pero eres el mejor en mis manos. No eres un esclavo cuando me valgo de ti, sino que juntos pintamos. Así como yo te necesito, tú me necesitas a mí. Sólo dejándote conducir por mis manos podemos crear juntos la belleza. El que sea yo quien dirige tus movimientos no te quita mérito, sino por el contrario te enaltece, porque yo te elijo a ti entre todos los pinceles. ¿Nunca lo habías pensado así? Yo te amo y te elijo a ti entre muchos otros. Y ahora sécate esas lágrimas y sigamos pintando.
Entonces, nuestro amigo pincel comprendió que en su naturaleza estaba el dejarse conducir por las manos del pintor y que solo así podía ser lo que él era: un pincel.
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Cada uno de nosotros ha de ser también un dócil pincel en las manos de Dios. A diferencia del pincel, nosotros sí podemos pensar y tomar nuestras propias decisiones, pero nuestra obra no será maestra si no dejamos que sea el Creador quien nos guíe.
Muchas personas antes que nosotros así lo entendieron: a estos les llamamos santos. Y de entre ellos destaca una criatura singular. Ella fue quien proclamó: “¡He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra!”. De ella nació Cristo. Y con Él, dejamos de ser meras criaturas y siervos para transformarnos en amigos de Cristo e hijos de Dios (Jn 15:15).
“Sabed que el Señor es Dios. Él nos hizo y somos suyos” (Sal 100:3).