Cuenta la historia que a finales del siglo XVIII vivía en Alsacia un hombre muy acaudalado y que por circunstancias de la vida encontró a Dios por la predicación de un pobre fraile franciscano que había estado haciendo una misión en su pueblo. Desde entonces, intentaba ayudar a todas las personas que acudían a él con cualquier problema.

Un día, cercana ya la Navidad, puso unos pasquines en la plaza del pueblo anunciando que cualquier persona que pasara necesidad acudiera la víspera de la Navidad a su palacio y recibiría suficiente ayuda para él y su familia.

Llegó el día señalado y multitud de personas, algunas pobres y otras no tanto, acudieron a los jardines del palacio del señor para recoger su “regalo”. El señor los reunió a las puertas del palacio y desde uno de los balcones les anunció:

  • Cuando entren en la casa, unos sirvientes los acompañarán a una gran habitación. Sobre una mesa encontrarán monedas de oro, y sobre la otra, verán muchas biblias. Vayan ustedes pasando de uno en uno y elijan lo que más necesiten: una moneda de oro o una biblia. ¡Sólo pueden tomar una cosa!

Los sirvientes de palacio hicieron pasar a las gentes formando filas ordenadas. Fueron entrando en la habitación y sin pensarlo dos veces todos se dirigían a la mesa con el oro. Entre ellos se decían el uno al otro:

  • La verdad es que lo que más necesito es oro para poder comprar comida para mi familia.

Otro decía:

  • Con este oro me compraré un cordero: criaré el cordero y así sacaré más dinero. Con todo ese dinero tendré para cuidar a mi familia por lo menos dos semanas.

Tres horas después, el palacio ya estaba casi vacío, los “pobres” se habían marchado a sus casas llenos de alegría; una alegría que no les duraría mucho, pues la moneda de oro se acabaría pronto.

Cuando estaban los sirvientes a punto de cerrar las puertas exteriores del palacio, vieron, tendido sobre el suelo, un pobre hombre cubierto de harapos que apenas podía hablar y mucho menos moverse. Había venido andando durante cinco días y cinco noches. Su único alimento había sido lo que la gente le había ido ofreciendo por el camino. Agotado y medio muerto, no tuvo fuerzas para dar un paso más. Uno de los sirvientes se lo comunicó a su señor, quien mandó traer una camilla e hizo pasar al pobre dentro del palacio.

Estando allí le ofreció algún alimento, vino y agua para lavarse. Le regaló ropas usadas, pero en buen estado. Después de haber descansado junto al fuego de la cocina durante unas horas, el señor de la casa volvió para interesarse por él. Encontrándolo ya repuesto, le hizo pasar a la habitación para que tomara su “regalo”. El buen hombre entró nervioso a la habitación, miró ambas mesas y sin dudarlo se acercó a la que contenía las biblias y tomó una de ella.

Nuestro buen hombre, repuesto, alimentado y con ropas resplandecientes, abandonó contento el palacio pensando:

  • Comida siempre podré conseguir, pero una biblia para conocer más a Jesús, no lo creo.

Estaba atravesando las rejas exteriores del palacio cuando, desde lejos, el señor de la casa y los sirvientes lo oyeron cantar alabanzas a Dios mientras daba saltos con gozo. Los sirvientes, un tanto extrañados, llamaron la atención del señor:

  • ¡Parece que ha enloquecido! Pobre hombre, ahora tendrá mucho para leer, pero enseguida estará con el estómago vacío.

A lo que el señor les respondió:

  • Estáis muy equivocados. Dentro de cada una de las biblias había puesto tres monedas de oro. Sólo este hombre supo elegir como Cristo nos había enseñado.

Asombrados los sirvientes de la acción de su señor, pero sin terminar de entender cuál era la lección que Cristo quería enseñar, les dijo:

  • ¿Acaso no os acordáis cuando Cristo dijo: “Buscar primero el Reino de Dios y su justicia; todo lo demás se os dará por añadidura”? (Mt 6:33). Sólo este pobre buscó primero a Dios y por eso Dios le premió; los demás, pusieron otras cosas antes que a Dios; es más, por elegir “lo otro”, se quedaron sin Dios.

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Esta prueba la pone Dios con mucha frecuencia a cada uno de nosotros; puede que tú ya la hayas experimentado más de una vez, ¿cuál ha sido tu elección?

El Señor nos repite la misma idea con insistencia en muchas otras ocasiones, pues para Él es una decisión realmente importante que debe tomar cada uno:

“Marta, Marta, estás muy atareada. María ha escogido la mejor parte y no le será quitada” (Lc 10:41).

O esta otra: “¿De qué le vale al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma? (Mt 16:26).

Recuerda: mientras tenemos aliento de vida podemos convertirnos y elegir a Dios; pero llegará un momento en el que la suerte ya estará echada y entonces el cambio ya no será posible.