Cuentos con moraleja: “¡Ay de mí si no evangelizara!”
Cuentan que una vez dos misioneros jesuitas llegaron a un poblado guaraní en Paraguay que estaba escondido entre el río Paraná y Katueté. Estos indígenas eran gente civilizada y amable; aunque nunca habían oído hablar del Dios cristiano, los recibieron con mucho respeto.
Los misioneros, llenos de alegría y vida, se ganaron rápidamente las simpatías de aquellos indios y de ese modo prepararon sus corazones para el anuncio del Evangelio. Convivieron unas cuantas semanas con ellos, acostumbrándose a sus comidas, escuchando sus cantos, aprendiendo su idioma y sobre todo tratando de conocer lo que pensaban y sabían sobre Dios.
Aquellos pobres indígenas tenían una imagen terrible de Dios. Creían que Dios era un ser implacable que estaba continuamente irritado y exigía sacrificios enormes para quedar satisfecho. Ese Dios no buscaba para nada la felicidad de sus fieles, y mucho menos entraba en sus cabezas que fuera capaz de amarles. Estaban permanentemente atemorizados. Se podría decir que vivían sometidos a una oprimente superstición de la que no podían liberarse.
Una vez que nuestros misioneros se percataron de todo esto, pensaron que había llegado el momento de iluminar aquellos corazones con la verdad del Evangelio.
Una tibia noche de luna creciente, estando un grupo de ellos reunido junto al fuego principal que presidía el poblado, el misionero más anciano pidió la palabra. A su alrededor se oía el canto de algunos animales nocturnos, unido a un juego fascinante de luces y sombras causados por el fuego. El crepitar del fuego unido al aroma de las plantas silvestres que rodeaban el poblado parecían invitar a la reflexión. El momento no podía ser mejor para entregar el mensaje de un Dios Padre que tanto amó al mundo que le envió a su propio Hijo, no para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por Él.
Y así, ante los oídos atentos de aquellas pobres criaturas asustadas por lo divino, les fue relatando los sencillos sucesos de la encarnación, de la navidad, las parábolas, llegando finalmente al misterio pascual, con la pasión, muerte y resurrección del Señor.
Los ancianos de la tribu se ponían las manos junto a los oídos haciendo pantalla, para no perderse ni una sola palabra. Los hombres sentían que un aire nuevo, lleno de paz y alegría, comenzaba a soplar sobre sus vidas. Las mujeres, desde las puertas de sus chozas, trataban de hacer callar a sus bulliciosas criaturas para poder escuchar a aquellas sorprendentes novedades.
Copado por esta atención llena de expectativa, el anciano misionero usó sus mejores recursos para pintar la bondad de un Dios lleno de amor y de ternura, que, después de darnos a su propio Hijo cuando aún éramos pecadores, ya no nos podía negar nada, pues ahora éramos no sólo amigos, sino sus hijos queridos.
El mensaje dejó estupefactos y llenos de admiración a aquellos infieles. Les parecían imposibles tantas cosas bellas juntas. Sentían que la vida ahora se llenaba de sentido. Ya podrían sentirse seguros en medio de las tormentas, cuando bramara el huracán o temblara la tierra en el corazón de la noche. Si Dios estaba con ellos, ¿quién podría estar contra ellos? Porque todo, absolutamente todo lo que Dios permitiera —les había dicho el misionero— serviría para el bien de aquellos que eran amados por Dios.
Cuando los misioneros terminaron de proclamar su mensaje se hizo un profundo silencio que a su vez estaba cargado de preguntas pendientes. Fue el jefe del poblado, quien, haciéndose eco de lo que estaba en el corazón de todos, se atrevió a interrogar:
—Y ¿cuándo sucedió todo esto tan hermoso que nos habéis contado? ¿Tal vez en la luna pasada? O tal vez hace más tiempo, ¿varias lunas atrás?
Los misioneros, mirándose a la cara el uno al otro, se dieron cuenta de que sus oyentes desconocían totalmente la historia y no tenían noción de todo el tiempo que había transcurrido desde los sucesos vividos por Cristo hasta el momento presente. Les explicó que hacía mucho tiempo que todo esto había sucedido. Que era imposible contarlo sumando lunas llenas. Que había que contarlo por soles y primaveras.
Cuando finalmente les logró hacer entender que los acontecimientos hermosos que constituyen la buena nueva del Evangelio hacía ya mil seiscientos años que habían sucedido y que por tanto los árboles más antiguos del monte aún ni siquiera habían nacido, sintió que sus oyentes cambiaban su sonrisa de agradecimiento por una mueca de rabia.
Y fue nuevamente el jefe del poblado quién rompió el silencio diciendo:
—¡Desgraciados! Hace mil seiscientos soles que esto ha sucedido ¿y recién ahora nos lo vienen a contar? Esto es señal de que ustedes mismos no les dan importancia a estas cosas o que nunca nos han querido bien. De lo contrario hace rato que nos hubieran buscado por todos los medios para venir a decimos cosas que para nosotros son fundamentales.
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Desde hace unos años se oyen voces en contra de la evangelización de los pueblos indígenas y paganos. Incluso algunos desalmados se atreven a decir que tendríamos que haberlos dejado con sus “dioses” y sus “creencias”. Afortunadamente tenemos a Alguien, que nos amaba a todos y que después de haber enseñado a algunos les dijo:
“Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado.” (Mt 28: 18-20).