Hoja Dominical Semanal nº 3 / 22 de noviembre de 2020
Parroquia de San Antonio
Nuestra historia se desarrolla en París durante el verano del año 1827. Jacqueline, una joven huérfana de alrededor de veinte años, acababa de salir del hospital para pobres, después de haber sufrido una grave neumonía. Dejaba el hospital con vida, pero sin muchas esperanzas. Estaba sola en el mundo: ni padres, ni hermanos, ni parientes, ni trabajo. Todo lo que tenía lo llevaba en el bolsillo de su falda: una moneda de un franco. Pero demos un paso atrás en el tiempo para conocer mejor la situación de esta muchacha.
La joven Jacqueline, nacida en una aldea de Bretaña, había sido educada por sus padres en el santo temor de Dios. Tenía desde la infancia la piadosa costumbre de mandar celebrar todos los meses una Misa en sufragio por las almas del Purgatorio.
Siendo todavía una niña fallecieron sus padres, por lo que su modesta condición le obligó a buscar empleo de criada en casa de una familia acaudalada. A los dieciocho años abandonó su aldea natal, pues sus patrones se mudaron a la capital francesa. Allí, se mantuvo fiel a ese acto de caridad y asistía al Santo Sacrificio, durante el cual unía sus oraciones a las del sacerdote para pedir especialmente por el alma cuya liberación dependiera de una última plegaria.
Conocida un poco la niñez y adolescencia de nuestra joven, volvamos al momento en el que Jacqueline sale del hospital.
Por aquella época, todo era lujo y alegría de vivir en las calles de París; pero ningún ruido exterior era capaz de alterar las profundas cavilaciones a una joven de humilde aspecto que caminaba pensativa y aún tambaleante por las empedradas calles de esa gran urbe.
Después de una fervorosa oración, comenzó a llamar de puerta en puerta preguntando si necesitaban una criada. Al pasar frente a la Iglesia de Saint Sulpice, algo la movió a entrar. El ambiente elevado, el sonido del órgano, la tenue luz que se filtraba por las vidrieras y lo bañaba todo en mil colores la llenaron de paz y le hicieron olvidar por unos minutos su dramática situación.
Al ver que un sacerdote se preparaba para oficiar la Santa Misa en uno de los altares laterales, recordó que no había encargado rezar aquel mes la acostumbrada Misa por las almas del Purgatorio. Siempre le había costado algún esfuerzo reunir las monedas para el estipendio de la Misa, pero en aquel momento ese acto se transformaba en un verdadero sacrificio. Entregar el último franco que le quedaba significaba no poder saciar su hambre, siquiera con un mendrugo de pan. La lucha interior entre la devoción y la prudencia humana fue corta; pronto venció la devoción, pues si Jacqueline era pobre de los bienes de la tierra, en cambio era rica en amor a Dios.
Con la firme convicción de que no le desampararía quien dijo: “Mirad las aves del Cielo que no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros, pero mi Padre celestial las alimenta”, se encaminó a la sacristía y como la viuda pobre del Evangelio entregó su última moneda para solicitar que aquella Misa fuera celebrada en intención de sus queridas almas del Purgatorio. Acabada la celebración, y después de acercarse al altar de la Virgen María para invocar su protección, se puso otra vez en camino en busca de trabajo.
Se sentía más ligera, y no por el bolsillo vacío. Era más bien porque la ausencia de todo recurso humano le dejaba abandonada al beneplácito de la Divina Providencia. Su corazón sí estaba lleno y para ella eso era lo importante. Caminaba sumida en estos pensamientos cuando una voz la interrumpió:
No fue difícil encontrar la dirección indicada. Llegó justo en el momento en que una joven salía con el rostro enrojecido, fruto de alguna discusión. Jacqueline le preguntó por la dueña de casa.
La joven llamó a la puerta con mano temblorosa, pero su miedo se disipó tan pronto escuchó una dulce voz desde dentro que la invitaba a entrar. Se encontró con una venerable señora de bondadoso aspecto, a quien le expuso el motivo de su visita:
¿Quién te envía?
La distinguida dama permanecía pensativa, sin poder comprender quién sería el misterioso personaje. Jacqueline levantó casualmente la mirada, vio un cuadro en la pared y exclamó:
Al oír estas palabras, doña Celia soltó un grito y faltó poco para que se desmayara. Entonces pidió a la joven que le contase todos los detalles. Jacqueline se refirió con sencillez a su costumbre de ayudar a las almas del Purgatorio, la Misa que había mandado celebrar hacía poco, y, por fin, el encuentro con el radiante joven. La noble dama prestó atención a todo y finalmente dijo emocionada:
– ¡No serás mi empleada, te consideraré como mi hija! Aquel joven era mi hijo… mi único hijo, fallecido hace dos años y que te debe su liberación de las penas del Purgatorio. Para recompensar tu generosidad, Dios lo permitió enviarte aquí. ¡Que Dios te bendiga! A partir de ahora rezaremos juntas por todos los que sufren en el lugar de purificación y dependen de una oración para entrar a la bienaventuranza eterna.
***
¡Qué bello es poder abrir las puertas del Cielo a quien sólo le faltaba ese empujoncito final! No olvidemos rezar todas las noches, al menos un Padrenuestro, por las almas del Purgatorio.
ORACIÓN POR LAS ALMAS DEL PURGATORIO
Dulcísimo Jesús mío, por los crueles sufrimientos que padecisteis por nosotros, librad a las almas del Purgatorio de las penas en que están; llevadlas a descansar a vuestra santísima Gloria. Y a nosotros, por los méritos de vuestra sagrada Pasión y muerte en cruz, salvadnos de las penas del Infierno, para que seamos dignos de entrar en la posesión de tu Reino. Amén.