Cuentos con moraleja: “Todos le llamaban tonta”
Cuando yo era niño y vivía en mi pueblo natal, recuerdo que un día vino a casa pidiendo limosna un hermano lego de la orden franciscana llamado Emilio. Yo llamé a mi madre, ella lo hizo pasar a casa y le ofreció abundante comida para tomar en ese momento y para llevar al convento, a lo que el hermano Emilio le respondió:
– Muchas gracias, señora, pero con que me dé un poco de pan y algo para poner dentro tengo suficiente.
Mi madre le quiso hacer recapacitar, pero él, a pesar del hambre que dejaba traslucir su enjuto rostro, se negaba a recibir más.
Yo, que por aquel entonces no tenía más de 9 años, me quedé extrañado y profundamente impresionado. El pobre hombre podría haber solucionado su problema de comida para varios días, pero prefirió llevarse sólo lo necesario para ese día.
Recuerdo que pocos meses después, los frailecitos que ocupaban ese convento abandonaron el pueblo, no sin antes dar las gracias a la comunidad y pedir perdón por irse. Cuando las gentes les preguntaron por qué se iban, ellos respondieron:
– No se ofendan ustedes, pero nos han cogido tanto cariño y nos llevan al convento tantas cosas que se nos hace imposible vivir la Santa Pobreza.
A esa edad no entendí la respuesta. Tuvieron que pasar bastantes años y empezar yo mismo a tratar a Dios, para descubrir el maravilloso don que es la “pobreza”, un don que estos frailes no estaban dispuestos a perder.
Hace unos días, buscando algún nuevo cuento para contarles a ustedes cayó en mis manos el que ahora les voy a relatar: cuento que me hizo rememorar mi infancia, estos frailecitos y las maravillas que con mucha frecuencia nos perdemos cuando nos dejamos atrapar por este mundo tan materialista.
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En un pueblo indio había una niña a la que llamaban “la tonta”. Un visitante extranjero oyó hablar de la niña y quiso averiguar por qué la llamaban así. Un día de mercado la vio entre un grupito de gente, se acercó y observó en silencio.
Algunos de los presentes le enseñaban una moneda de 100 rupias en una mano y otra de 5 rupias en la otra y le daban a elegir. La niña, pensativa, acababa siempre eligiendo la moneda de 5 rupias y con ello causaba grandes risotadas en la concurrencia.
- ¡Es idiota! ¡ja, ja, ja! – Se reían todos.
Con el afán de burlarse de la muchacha, repetían una y otra vez el experimento, acabando siempre con la misma risa.
El extranjero, indignado de la situación, llamó a la niña aparte y le dijo:
- Pero niña, ¿cómo consientes tantas burlas, que se rían de ti y que te llamen tonta? Cuando te ofrezcan las monedas, no seas tonta y elige la de 100 rupias, que tiene veinte veces más valor y así evitarás que se burlen de ti.
La niña entonces, le contestó:
- Señor, yo no soy idiota. Si eligiera la moneda de 100 ganaría una vez, pero no provocaría la risa ni el deseo de repetir la prueba de nuevo, mientras que eligiendo siempre la de 5, he reunido muchísimo más de 100 rupias y ellos siempre tienen ganas de darme 5 más para seguir riéndose.
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Esta muchacha parecía tonta, pero en verdad, era más lista y pilla que todos los demás, porque conocía bien la naturaleza humana.
Los cristianos aparecemos con mucha frecuencia como “tontos” ante el mundo, pues nos limitamos a pedirle al Señor el pan nuestro de cada día y a buscar los bienes de arriba y no los de la tierra. ¡Con qué frecuencia somos objeto de burla porque lo hemos dejado todo para seguir a Cristo! Pero hay Alguien más listo que ellos: Alguien que un día nos enseñó que habíamos elegido la mejor parte y que no nos sería quitada.
“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”