Esto os mando: que os améis unos a otros”. Así concluye Nuestro Señor el hermoso evangelio que hoy escuchamos y la segunda lectura de hoy, también de San Juan, insiste en la misma idea: “Queridos hermanos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios”.

Pero la lógica de Jesús también es preciosa, como descubrimos en el texto evangélico de hoy. Amar a los demás empieza por sabernos amados por Dios: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo”. Comienza también con nuestra experiencia del amor del Padre, a través del del Hijo: “Permaneced en mi amor”.

El amor no es solo un sentimiento. Es hacer constantemente la voluntad de Cristo y seguir sus mandamientos: “Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor”. Y esto lleva a la alegría. La alegría de vivir en el amor de Cristo da alegría a los demás cuando compartimos este amor con ellos. “Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud”.

El amor a Cristo no solo implica amar a los demás, sino también tratar de amar al nivel de Cristo: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. Esto incluye la disposición a sacrificarnos por los demás, incluso hasta la muerte, dando la vida por nuestros amigos. Y debemos procurar ser amigos de todos, en la medida de nuestras posibilidades.

De hecho, el amor al que aspiramos es el amor de amistad, elevando a todos a nuestro alrededor de siervos a amigos: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer”. Esta amistad implica compartir con los demás nuestra fe, todo lo que hemos aprendido del Padre. Una amistad que no incluye compartir a Dios con los demás es solo una amistad superficial.

Incluso podríamos decir que el verdadero amor implica “enviar”, como Cristo nos envía a nosotros. “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca”. El amor potencia, saca lo mejor de los demás y desarrolla sus cualidades y talentos: nunca se reduce a la pasividad. Nuestro amor debe llevar a los demás a dar fruto en Cristo. “De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé”: nuestro amor, finalmente, conectará a los demás con Dios Padre para que también ellos puedan pedirle en nombre de Cristo.