En hebreo antiguo hay una palabra para “aliento”, “viento” y “espíritu”, y es “ruah”. Esto nos ayuda a entender la acción de Jesús en el evangelio de hoy: “Sopló sobre ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo’”. El Espíritu es el “soplo” de Cristo, su “viento”. Y, por supuesto, la venida del Espíritu el día de Pentecostés precisamente como viento expresa la misma idea. El Espíritu es el “soplo” del Padre y del Hijo, su vida misma. Algunos Padres de la Iglesia se atrevieron incluso a describir al Espíritu como el “beso” entre el Padre y el Hijo, el “aliento” mismo de su unión. Tales imágenes ayudan siempre que no olvidemos que el Espíritu es una verdadera persona divina, igual al Padre y al Hijo, igualmente inteligente y poderoso. Él es el amor entre ellos, pero, como dijo el Papa san Juan Pablo II, “Persona-Amor”. No sólo una fuerza o un sentimiento, sino un ser divino y personal.

Es esta Persona-Amor la que Jesús sopla sobre sus apóstoles en el evangelio de hoy y la que vemos descender sobre ellos en la primera lectura. Esto nos ayuda a vivir hoy la gran fiesta de Pentecostés y a profundizar así en nuestra relación con el Espíritu Santo. Jesús lo “besa” en nosotros. “¡Béseme con los besos de su boca!”, leemos en el libro del Antiguo Testamento El Cantar de los Cantares, que describe la unión entre Dios y el alma. Cristo nos besa al venir a nuestra lengua en la Eucaristía. Nos besa cuando leemos -sobre todo en voz alta- su palabra en la Escritura, que pasa de la lengua al corazón. “La palabra está cerca de ti: la tienes en los labios y en el corazón”, dice san Pablo a los romanos.

Las lecturas de hoy se centran en un aspecto particular del don del Espíritu. Sí, llega con fuerza, incontrolable, como el viento en Pentecostés. Pero Jesús también lo insufla suavemente en nuestras almas a través del ministerio y la predicación de los pastores de la Iglesia, sucesores de los apóstoles.

Y cuando pensamos en el don del aliento, además del beso, que expresa amor, podríamos pensar también en cosas como la reanimación boca a boca. Sin el Espíritu Santo, la Iglesia se quedaría sin aliento. Y cuando nuestros pulmones se quedan sin aliento, incluso cancerosos, a causa del pecado -y esto puede suceder en nuestras vidas y en la Iglesia-, Cristo insufla nueva vida en ellos, sobre todo a través de la Confesión. Por eso, no es de extrañar que el don del Espíritu de Jesús después de la Resurrección, es decir, después de haber vencido al pecado, consista en legar a la Iglesia el poder de perdonar los pecados.