Cuentos con moraleja: “El ciento por uno”
Hace ya tiempo me contaron una historia que tiene bastantes visos de ser verídica. Si mal no recuerdo, todo ocurrió una tarde bastante fría y lluviosa en una carretera comarcal que lleva de Raritan a Manville en New Jersey.
Era alrededor de las cinco y acababa de terminar de llover. La vista del sol ocultándose en el horizonte, un resto de nubes que quedaba en el cielo y el olor a humedad por la lluvia daban a la tarde un aspecto especialmente bello y singular.
Alberto, joven que todavía no había llegado a los treinta que durante la noche trabajaba para el ayuntamiento recogiendo basura y por la mañana seguía su labor en la planta de reciclado de Somerville, iba en coche de vuelta a su casa cuando de repente se encontró un auto parado en el arcén con las luces encendidas y a una mujer que aparentaba tener más de ochenta años, totalmente empapada, contemplando su coche sin saber qué hacer.
Él se detuvo para averiguar si podía ayudar en algo. Salió de su auto, un Pontiac azul oscuro que era casi tan viejo como su dueño. Conforme se iba acercando a la abuelita pudo comprobar que su cara manifestaba susto, por la presencia del joven, y desesperación por no saber cómo arreglar su auto. Y en parte la anciana tenía razón ya que Alberto no tenía buen aspecto, ya que volvía del trabajo y la ropa estaba un tanto descuidada. La primera impresión que le dio a la abuelita era la de ser un delincuente. Cuando él se dio cuenta de su susto, esbozó una sonrisa para tratar de calmarla. Y en estas que le preguntó:
¡Señora! ¿Necesita ayuda? ¿Se encuentra bien?
A pesar de estas palabras, la anciana no podía esconder su temor. Alberto decidió tomar la iniciativa en el diálogo:
No se preocupe, buena mujer, aquí estoy para ayudarla. Entre en su vehículo y estará más protegida, pues empieza a hacer frío y está usted totalmente mojada. Por cierto, mi nombre es Alberto y vivo en esta zona.
Gracias a Dios sólo se trataba de un neumático pinchado; pero para la abuelita, su preocupación estaba más que justificada, tanto por su edad como por lo poco transitada que estaba la carretera.
Alberto se metió debajo del vehículo buscando un lugar donde sujetar el gato para levantar el coche y poder poner la rueda de repuesto. El suelo estaba todo mojado, aunque a él no le importó mucho. Una vez cambiada la rueda, apretó las tuercas, quitó el gato…
La señora bajó la ventanilla del coche y comenzó a hablar con él.
Me llamo Lilly, vengo de Martinsville. Me dirigía a visitar a una amiga, pero me equivoqué de carretera y al final he venido a parar a este lugar desconocido y poco transitado. Estaba un poco asustada pues empezaba a hacerse de noche y el pinchazo de la rueda ha venido a terminar de oscurecer mi tarde. Cuando le he visto llegar, la verdad, me he asustado bastante, pero…
Alberto se sonrió mientras terminaba de guardar las herramientas en el portaequipaje. La señora le preguntó cuánto le debía; cualquier cantidad que le hubiera pedido le habría parecido poco.
Él no había pensado en cobrar nada. Realmente, aparte de embarrarse las manos y la ropa, no había sido tanto trabajo. Ayudar a alguien que tenía necesidad era su mejor modo de pagar por las veces que él mismo también había sido ayudado en otras ocasiones. Su pobreza le tenía acostumbrado a sufrir situaciones similares con bastante frecuencia.
Después de un breve silencio le dijo a la anciana que si quería pagarle la mejor forma de hacerlo sería que la próxima vez que viera a alguien en necesidad lo hiciera de manera desinteresada.
Tan solo piense en mí – agregó, despidiéndose.
Hasta ese momento, el día había sido para Alberto frío, gris y depresivo, pero el hecho de haber podido ayudar a la anciana puso una nota de alegría y paz en su alma. Cuando el auto de la anciana ya estaba lejos, él entró en el suyo y se marchó también.
Unos kilómetros más adelante, Lilly, nuestra abuelita, divisó una pequeña cafetería junto a la carretera. Pensó que sería muy bueno quitarse el frío con una taza de café bien caliente y reponer las fuerzas tomándose algunas pastas.
Se trataba de un pequeño local limpio, aunque sin muchas pretensiones, pues la carretera poco transitada no permitía hacer muchos arreglos por la falta de clientes. Junto a la cafetería había también una pequeña gasolinera cuya apariencia confirmaba haber sido abandonada hacía ya algunos años por la misma razón.
Lilly entró en la cafetería. Detrás de la barra había un crucifijo de madera y bajo él, un mensaje en el que se leía: “Dios nunca abandona”. Se sentó en una de las mesas y enseguida una amable y sonriente camarera, bastante joven, por cierto, se le acercó y le dio una toalla de algodón limpia para que se secara el cabello todavía mojado por la lluvia.
¿Qué desea tomar? – le preguntó amablemente la camarera.
La anciana, todavía nerviosa y preocupada por lo que le había ocurrido en la carretera, miró a la joven y se percató de que estaba embarazada de unos ocho meses.
Por favor, póngame un café largo bien caliente y unas pastas – respondió la anciana.
Mientras esperaba su café y terminaba de secarse el pelo y la ropa, tuvo tiempo de pensar qué es lo que le hacía a esta joven ser tan agradable; al fin y al cabo, la consumición sería poco más de tres dólares. En ese momento, le vino a la mente Alberto, el muchacho que le había ayudado a cambiar la rueda pinchada pocos minutos antes.
Una vez que hubo terminado de tomarse el café, le pidió la cuenta. Abrió su bolso y pagó con un billete de cien dólares. La chica tomó el billete y fue a la barra para buscar el cambio. Los camareros siempre tienen la esperanza de recibir una buena propina, pero la consumición había sido tan barata, que medio dólar habría sido más que suficiente.
Cuando la muchacha regresó con el dinero de vuelta, la señora ya se había ido. Atravesó la puerta para alcanzarla, pero ya no estaba. Al volver a la mesa donde se había sentado la anciana, vio cuatro billetes de cien dólares y, escrito en una servilleta de papel, un mensaje que decía:
No tienes que devolverme nada. Quédate también con lo que aquí te dejo. Me imagino que con el parto y el nuevo niño tendrás muchos gastos. Yo estuve una vez donde tú estás ahora. Alguien me ayudó, como ahora yo te ayudo a ti. Si quieres pagarme, esto es lo que puedes hacer: no dejes de ayudar a otros. Continúa dando tu alegría y tu sonrisa y no permitas que esta cadena se rompa.
El resto de la tarde se le pasó volando a nuestra joven camarera. Serían alrededor de las diez cuando cerró la cafetería y se fue a casa. Entró en ella sigilosamente, pues sabía que su marido estaba ya durmiendo. El diferente horario de trabajo que tenían hacía que apenas sí se pudieran ver durante la semana. Los fines de semana, su marido solía ir a la cafetería a ayudar a su mujer y de paso tener la oportunidad de estar unas horas juntos.
Ya en la cama, le costó reconciliar el sueño, pues la visita de la anciana a la cafetería y la gran cantidad de dinero que le había dejado habían hecho que se pasara el resto de la tarde agradeciendo a Dios por esa ayuda extra que había recibido.
No paraba de preguntarse cómo sabía la anciana los problemas económicos que estaba pasando esta joven camarera y máxime ahora que estaba a punto de tener un bebé. Con el dinero que ganaban ella y su marido, apenas sí podían pagar las facturas y más ahora, con el parto pendiente y sin ningún tipo de seguro, la situación era bastante comprometida.
Con estos pensamientos en la mente, se acercó delicadamente a su marido para no despertarlo. Y mientras lo besaba tiernamente en la mejilla, le susurró al oído:
Alberto, ya verás cómo todo va a salir bien.
…………………………
“En verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa, hermanos o hermanas, madre o padre, o hijos o campos por mí y por el Evangelio que no reciba en este mundo cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida eterna” (Mc 10: 28-30).