El cuidado de las ovejas es exigente y absorbente. Y por débiles y pecadores que seamos, todos sentimos un sentimiento de responsabilidad y ternura hacia quienes están a nuestro cuidado: “Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos” (Lc 11, 13). Somos a la vez ovejas y pastores.

Ciertamente, somos ovejas, y cuando Jesús miró a las multitudes, como nos enseña el Evangelio de hoy, y las vio como ovejas sin pastor, también nos tuvo en cuenta a nosotros. Por eso, Él, el Buen Pastor, nos ha dado pastores, muy especialmente en el Papa, a quien confió principalmente el cuidado de las ovejas (cfr. Jn 21, 15-17).

Tenemos que reconocernos como ovejas, y esto forma parte de nuestra humildad. Estamos muy necesitados de protección y hay muchos lobos y bestias ahí fuera deseosos de devorarnos (véase Jn 10, 12; 1 Pe 5, 8). Si aceptamos que necesitamos los cuidados del Buen Pastor, él nos mantendrá a salvo en su redil (Jn 10, 1-16), nos dará pastores que nos guíen y nos enseñará largamente, como enseñó a la multitud.

Pero también somos pastores y esto significa que debemos soportar la carga de cuidar de los demás, ya seamos padres, ejerzamos la autoridad espiritual en la Iglesia o simplemente sintamos responsabilidad por hermanos, amigos, compañeros o subordinados en el trabajo.

“¡Ay de los pastores que dispersan y dejan que se pierdan las ovejas de mi rebaño” -oráculo del Señor-”, enseña Jeremías en la primera lectura. Ay incluso de los pastores negligentes, tan preocupados por su propia comodidad que descuidan las ovejas que tienen a su cargo. Como tuvo que aprender Caín, sí, somos guardianes de nuestro hermano (Gn 4, 9). Más bien, aspiremos a estar entre esos buenos pastores que Dios promete, por medio de Jeremías, levantar para que cuiden y apacienten su rebaño. Somos buenos pastores cuando somos buenos padres, buenos sacerdotes, buenos amigos, buenos hermanos, buenos jefes o colegas.

Pero, como en el caso de Jesús, esto exigirá la pérdida de tiempo personal y consuelo. Jesús se había enterado de la muerte de Juan el Bautista y, sin duda, esta fue una de las razones por las que quiso apartar a sus discípulos a un lugar solitario. Quería tener tiempo para llorar la muerte de su amigo. También quería dedicar tiempo a sus discípulos para ayudarles a procesar y celebrar sus primeros éxitos en la labor de evangelización. Jesús quería tiempo y espacio tanto para llorar como para alegrarse. No se le concedió ni lo uno ni lo otro. Llegaron las multitudes y ahí se acabó su descanso. Sin embargo, les enseñó generosamente “muchas cosas”. Esto es ser un pastor según el corazón de Cristo: estar dispuesto a renunciar al legítimo descanso y al cuidado personal cuando el cuidado de los demás lo requiere.