Cuentos con moraleja: “Comprados a gran precio”
Hace unas semanas me contaron lo que le sucedió a un joven que se sentía muy deprimido, pues todo el mundo le decía que no servía para nada, que era poco inteligente comparado con sus compañeros de clase, que…, un largo etcétera. No sabiendo cómo salir de su depresión fue a buscar a un sacerdote que era muy amigo de su tía. Ella, en repetidas ocasiones, le había insistido que fuera a verle; pero el joven, no muy acostumbrado a las cosas de la Iglesia, nunca pensó que un sacerdote lo pudiera ayudar para salir de su depresión. Movido por la necesidad, y también por la insistencia de su tía, fue a ver al Padre Juan.
Esta fue la conversación, tal como a mí me la contaron:
– Vengo, Padre, porque me siento tan poca cosa que no tengo fuerzas para hacer nada. Me dicen que no sirvo, que no hago nada bien, que soy torpe y bastante tonto. ¿Cómo puedo mejorar? ¿Qué puedo hacer para que me valoren más?
El sacerdote sin apenas mirarlo, le dijo:
– ¡Cuánto lo siento, muchacho! ¡No puedo ayudarte en este momento porque debo resolver primero otro problema! ¡Quizás después…!
Y haciendo una pausa agregó:
– Si quisieras ayudarme tú a mí, yo podría resolver mi problema con más rapidez y después tal vez te podría ayudar.
– E…encantado, Padre– titubeó el joven. Pero en sus adentros sintió que otra vez era desvalorizado y sus necesidades eran postergadas.
– Bien – asintió el sacerdote.
Se quitó un anillo que llevaba en el dedo pequeño de la mano izquierda y dándoselo al muchacho agregó:
– Toma la bicicleta que está allá afuera y ve al mercado. Debo vender este anillo porque tengo que pagar la deuda de una familia pobre que está a punto de ser desahuciada. Es necesario que obtengas por él la mayor suma posible, pero no aceptes menos de una moneda de oro. Ve y regresa con esa moneda lo más rápido que puedas.
El joven tomó el anillo y partió. Apenas llegó, empezó a ofrecer el anillo a los mercaderes. Estos lo miraban con algún interés, hasta que el joven anunciaba el precio del anillo. Al decir que quería una moneda de oro, algunos reían, otros se daban la vuelta porque no estaban interesados. Sólo un viejito fue tan amable como para tomarse la molestia de explicarle que una moneda de oro era mucho dinero por ese anillo.
En su afán de ayudar, un comerciante que vendía perolas de cobre y de bronce le ofreció una moneda de plata y un cacharro de cobre; pero el joven rechazó la oferta, pues esas eran las instrucciones que el sacerdote le había dado.
Después de ofrecer su joya a toda persona que se cruzó en el mercado – y fueron muchas, pues era el día del mercado semanal del pueblo – y, abatido por su fracaso, se montó de nuevo en la bicicleta y regresó a la parroquia.
¡Cuánto hubiera deseado el joven tener él mismo esa moneda de oro para poder ayudar al sacerdote e indirectamente a esa familia! Con estos pensamientos, llegó a la parroquia, dejó la bicicleta a la puerta de la sacristía y entró llamando al sacerdote:
– ¡Padre! ¡Padre!
Se asomó a la Iglesia desde la sacristía, y vio que el Padre estaba confesando a una penitenta que llevaba velo negro. Después de esperar unos breves minutos, apareció D. Juan. Antes de que el sacerdote dijera algo, nuestro joven se anticipó y le dijo:
– Padre – dijo. Lo siento. No pude hacer lo que me encargó. Nadie quiso pagar una moneda de oro por el anillo. Quizás pudiera conseguir dos o tres monedas de plata, pero no creo que yo pueda engañar a nadie respecto del verdadero valor del anillo.
– Qué importante lo que dijiste, joven amigo – contestó sonriente el sacerdote-. Debemos saber primero el verdadero valor del anillo.
– Vuelve a montar en la bicicleta y ve al joyero que está en la plaza al lado del casino. ¿Quién mejor que él para saberlo? Dile que vas de parte de D. Juan y que él quiere vender el anillo. Pregúntale cuánto te daría por él. Ahora bien, no importa lo que ofrezca, no se lo vendas. Vuelve aquí con el anillo y me cuentas.
El joven fue a ver al joyero. Éste examinó el anillo a la luz con su lupa, lo pesó y luego le dijo:
– Dile al Padre Juan que si lo quiere vender ya no puedo darle más que 58 monedas de oro por su anillo.
– ¡¡¡58 MONEDAS!!! – Exclamó el joven.
– Sí –replicó el joyero-. Yo sé que con tiempo podríamos conseguir cerca de 70, pero no sé si le urge venderlo cuanto antes.
El joven corrió emocionado a la casa del sacerdote para contarle lo sucedido.
– Siéntate – dijo D. Juan. Éste escuchó con atención todo lo que el joven le iba diciendo con voz entrecortada debido a la emoción.
Una vez que hubo acabado, le dijo al joven:
-Tú eres como este anillo: una joya, valiosa y única. Y, como tal, sólo puede evaluarte verdaderamente un experto. ¿Qué haces por la vida pretendiendo que cualquiera te diga tu verdadero valor?
La cara de nuestro joven se llenó de un profundo asombro que intentó disimular pues se dio cuenta que toda la historia del anillo no había sido sino un truco usado por el sacerdote para hacerlo consciente de algo muy importante: sólo Dios sabe cuánto valemos realmente.
“Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos!.. En esto hemos conocido el amor: en que Él dio su vida por nosotros” (1 Jn 3: 1.16). Un amor que se demuestra por el precio que Cristo pagó: “Habéis sido comprados mediante un precio. Glorificad, por tanto, a Dios…” (1 Cor 6:20).
Y diciendo esto, el Padre Juan volvió a ponerse el anillo en el dedo pequeño, despidió efusivamente al joven, se sentó en su mecedora y a la luz del sol de la tarde que empezaba a entrar por la ventana abrió su breviario para rezar Vísperas.
El joven, completamente transformado, menos preocupado de la opinión de la gente y más consciente de saber cuánto valemos a los ojos de Dios, se volvió a su casa lleno de alegría.
El sacerdote, sorprendido de sí mismo, pues nunca se le había ocurrido antes algo semejante, dio gracias a Dios por haber confiado en él y por haber puesto en sus manos tantas riquezas hasta ahora desconocidas incluso para sí mismo.
¡Cuántos sacerdotes hay en el mundo que no son del todo conscientes de las infinitas riquezas que tienen en sus manos, riquezas que Dios les ha confiado para que puedan actuar en nombre de su Hijo, a quien representan y en cuyo nombre actúan! Y es que todos, unos y otros, fuimos comprados a gran precio.