Con demasiada frecuencia culpamos a Dios por lo que no nos da, en lugar de agradecerle lo que sí nos da. Al principio de los tiempos, Satanás sembró la sospecha sobre Dios, haciéndole aparecer como un tirano y un aguafiestas: “Dijo a la mujer: ‘¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?’” (Gn 3, 1). Adán y Eva cayeron en su trampa, permitiéndose dudar de Dios, y esa sospecha ha entrado en nosotros a través del pecado original. Por eso, en la primera lectura de hoy, el pueblo se queja cuando parece faltarle el pan y la carne y no tiene en cuenta que el Dios que tan extraordinariamente los había salvado de la esclavitud en Egipto también podría haber pensado en cómo alimentarlos en el desierto. En efecto, Dios les proporciona el pan milagroso del maná. Poco después les dará carne, haciendo que una bandada migratoria de codornices aterrice -cansada y débil- allí mismo, en el desierto, para satisfacer el ansia de carne del pueblo.

Pero si reducimos a Dios a un servicio de reparto de comida -y luego nos quejamos cuando, de vez en cuando, parece que no cumple- perdemos mucho. Tratamos de satisfacer nuestro cuerpo, pero no satisfacemos las necesidades mucho más importantes de nuestra alma. Y esto es lo que Jesús intenta enseñar a la gente en el evangelio de hoy. Después de haber disfrutado de un banquete de pan proporcionado por él, la gente quiere otro. Pero Nuestro Señor tiene que decirles: “En verdad, en verdad os digo: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios”.

Podemos reducir el cristianismo a sus beneficios materiales. Una fiesta se convierte en una mera excusa para comer bien, o incluso, como vemos -ay- en el caso de algunas fiestas populares, para beber en exceso. No se ayuna por amor a Dios, sino como un acto de vana dietética. La gente insiste en buscar el pan material. Jesús les ofrece un pan mucho más grande, el pan del cielo, que resulta ser tanto su palabra en la Escritura como su cuerpo en la Eucaristía. Sólo este pan nos da la vida eterna. Cuando damos prioridad a nuestros deseos corporales, nunca estaremos satisfechos. Cuando, en cambio, deseamos el alimento espiritual de Dios, disfrutamos más del alimento material y encontramos sentido espiritual, e incluso alegría, cuando éste falta.